Ulderico

4 2 0
                                    

Era noche cerrada y la luz de la fogata pintaba de rojos y ocres los troncos de los árboles añosos y sus intrincados follajes. La oscuridad era desgarrada por las llamas saltarinas en ese único punto del vasto bosque, y quienes se agrupaban en torno al fuego pensaban con razón ser los únicos en la espesura. Hasta que el inconfundible sonido de una flauta los puso en alerta.

Los bandoleros se pusieron de pie, y alguna cuchilla refractó desnuda los destellos de la hoguera. En sus ojos se reflejaba el asombro, la extrañeza y el recelo que despertaba esa música, poco a poco más cercana, confiada e ingenua. Un gesto del líder y Clara asintió, internándose unos pasos entre los árboles. Sigilosa como una sombra, la joven desapareció y unos momentos después cesó la melodía. En su lugar, se oyeron ahora unos pasos y una voz que se quejaba.

—No me hagáis daño, os lo suplico, mi dama. No he venido a causar problemas...

El hombre fue arrojado dentro del círculo de luz, a los pies del líder de la banda. Clara se limitó a sostener la mirada del jefe, con un gesto indiferente con el que daba cuenta de la misión cumplida.

—Muy bien, Clara. Silenciosa y efectiva, como siempre. Algo que quizá tú tendrías que haber procurado también, flautista. ¿Quién eres y qué haces aquí? ¿Cómo nos has encontrado?

—Oh, señor mío —dijo el atrapado, incorporándose— no toméis a mal mi presencia aquí. Iba yo de camino y, sorprendido por la noche, me perdí en la floresta. Divisé entonces vuestro alegre fuego y pensé que podría alegrarles también la velada. Veréis: soy un músico ambulante, y un excelente contador de historias...

El líder cortó violentamente el discurso, alzándole con ambas manos por el cuello de su camisa.

—¿Crees que soy un idiota? —le gritó, con la cara tan cerca de la del artista que bien podría haberle mordido— ¿A qué has venido?

El hombre, retorciéndose, apenas si pudo balbucear una respuesta, ininteligible para los que le rodeaban.

—¿A sí? —continuó el jefe— Tendrás que demostrarlo. —Y arrojándolo al suelo, ordenó: —Llévenlo a mi tienda, veremos que tal canta este fisgón.

Prorrumpiendo en risotadas, tomaron al maltratado flautista y lo llevaron por delante a la tienda del líder, no sin golpearle primero con su propia flauta. Con aire de suficiencia, el cabecilla les siguió. Sin embargo, en la tienda entró solo, y la partida volvió jovialmente a retozar en torno al fuego.

Clara, en cambio, no se quedó tranquila. Algo estaba mal ahí, no encajaba. ¿Qué era eso de llevar al prisionero a su tienda, a solas? ¿Por qué no lo había entregado a la chusma o ejecutado, como solía ser la costumbre de ese bruto? ¿Y qué clase de imbécil se anuncia tocando la flauta, por la noche, en unos bosques conocidamente llenos de rufianes?

—Aquí hay gato encerrado —murmuró.

—¿Por qué lo dices?

Clara se sobresaltó, no esperaba haber sido oída. Al volverse hacia el que preguntó, suspiró aliviada al ver a un hombre de mediana estatura, de tez bronceada y de contextura fuerte, mandíbula ancha y nariz chata, que usaba el cabello rapado salvo por una larga trenza negra que partía de su nuca. Solo era Dardán.

—No lo entenderías, Dardán. Además, es solo una corazonada —le contestó, mientras se levantaba y le dejaba el sitio junto al fuego— disfruta la velada. Yo creo que me retiraré a dormir.

Pero no se fue a acostar. En su lugar, dio un furtivo rodeo alrededor de la tienda del jefe. Debía pasar con cuidado y sin detenerse, no podía arriesgarse a ser descubierta. Aguzó pues, el oído, para captar lo que estuviese sucediendo:

Edward o El Caballero VerdeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora