Los bosques del Dáladad y la mirada del grifo

8 2 0
                                    


Un día de lluvia, como tantos otros, en lo profundo de los bosques. Una pequeña aldea, tan alejada de todo que era sorprendente que hubiese quien viviera allí. Y Los pocos habitantes de ese punto olvidado del mapa pasaban la tarde en la única taberna, capeando el temporal.

Unos ojos de acero, al mismo tiempo celestes y centelleantes. Varias miradas que observaban esos ojos, y a su bella dueña de cabellera negra, suspicaces. Los más honestos, solo querían averiguar qué hacía en ese pueblo perdido una mujer como aquella, de gestos decididos y rudos. Los menos honestos solo pensaban en esos ojos eléctricos, en su piel blanca, en sus labios carnosos. Volaron indiscretas algunas palabras de más, y nadie salió en su defensa. Los honestos sospecharon con enfado que estaría en conexión con los rufianes, o que tenía un pasado vergonzante, y por eso se escondía en ese pueblo. A los menos honestos les dieron igual los motivos de la chica: pero bien que notaron que estaba sola.

Uno de los hombres del último grupo se acercó hasta ella. Con desfachatez, le dijo algo al oído. Se oyó una amenaza. Insistió... y el acero refulgió como el silencioso relámpago: el trueno fue el golpe del cuerpo contra el suelo. Roja y brillante, retiró la daga del costado del herido. El alboroto se encendió mientras se llevaban al apuñalado.

Un círculo la rodeaba, amenazante. Levantó sus brazos en posición defensiva: ahora había dos puñales, uno en cada mano, que amedrentaron a esos leñadores desarmados. Se alzaron voces rabiosas, demandando que se fuera. Ella les respondía con su mirada hosca y su silencio: no se iría de allí, y tampoco explicaría sus motivos.

Trataron de sujetarla: pero la mujer empleaba sus afiladas hojas sin remordimiento y aunque le aprisionaron ya una mano, con seguridad la otra hubiera encontrado su camino hacia las entrañas del agresor, si en ese momento no hubiese aparecido el tabernero. Su voz se impuso y demandó saber lo que ocurría. De nuevo el griterío. Los amigos del herido trataron hacerse oír, pero cuando el nombre del acuchillado llegó a oídos del locatario este se indignó. El tal era un buscapleitos y un libertino, que con frecuencia causaba molestias en el lugar. Dirigiéndose directamente a la mujer, obtuvo de ella la respuesta que esperaba: se había merecido esa puñalada, y quizá se la tenía ganada desde hace tiempo atrás.

—¡Pero, qué...! —gritó uno furioso— ¿ahora la proteges? ¡Pudo haberlo matado! ¿Qué hace ella aquí, de todos modos? No trabaja los bosques, y no estamos de paso hacia ningún lado.

—No me interesan los motivos de ella, ni de nadie, para pasar por mi taberna. Nadie le ponga un dedo encima: y a callar ya.

Pasado el altercado, el tabernero le ofreció un lugar en su casa, junto a su mujer e hijos. Mientras estuviese con él, le dijo, no tenía nada que temer de la gente del pueblo, por muy maliciosamente que la miraran. Y podía guardarse sus razones; si le ayudaba en la taberna, se quedaría cuanto quisiera. La verdad, casi todos en ese caserío tenían algo que ocultar, de no ser así, estarían en cualquier otro lado.

Clara agradeció el gesto, y aceptó la protección que le ofrecían.

Sin detenerse ni siquiera para admirar el Obelisco de la Alianza, que se alzaba imponente en medio de un claro del bosque, los cascos de Diamante siguieron adelante hasta que se oyeron en la calle central de Urbia. La llegada de un caballero de lanza y espada provocó todo un revuelo. Sonriendo, Edward y Ulf saludaban a las gentes que se acercaban curiosas, y sin dilación el caballero pidió ser recibido por el corregidor. A Ulf le faltó tiempo para hacer saber a la concurrencia que ese joven montado en esa espléndida cabalgadura había combatido en la frontera contra los varnos. Se supo que venía a poner su acero probado al servicio de Casiano, y fue llevado casi en triunfo hasta él.

Edward o El Caballero VerdeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora