Los Niños Que Sobrevivieron

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El señor y la señora Reynolds, que vivían cerca de Little Whinging, el cual se encuentra en el condado de Surrey, cerca de Londres en el sureste de Inglaterra, estaban orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente.

Eran las últimas personas que se esperaría encontrar relacionadas con algo extraño o misterioso, porque no estaban para tales tonterías.

El señor Reynolds era el sub-director de una empresa llamada Grunnings, que, como cosa del destino, era la misma empresa donde el señor Dursley era Director, esta empresa fabricaba taladros.

Reynolds era un hombre delgado, muy delgado, aunque con un bigote inmenso. La señora Reynolds era delgada, castaña y tenía un cuello casi el doble de largo de lo habitual, lo que le resultaba muy útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo estirándolo por encima de la valla de los jardines para espiar a sus vecinos. Los Reynolds tenían una hija pequeña llamada Camila, y para ellos no había una niña mejor que ella.

Los Reynolds tenían todo lo que querían, pero también tenían un secreto, y su mayor temor era que lo descubriesen: no habrían soportado que se supiera lo de los Price.

La señora Price, de soltera Roberts, era prima lejana de la señora Reynolds, pero no se veían desde hacía años; tanto era así que la señora Reynolds fingía que no tenía más familia que su esposo e hija, porque su
prima y su marido, lo que se podía llamar un buen partido, eran lo más opuesto a los Reynolds que se pudiera imaginar. Los Reynolds se estremecían al pensar qué dirían los vecinos si los Price apareciesen por la acera. Sabían que los Price también tenían una hija pequeña, pero nunca la habían visto. La niña era otra buena razón para mantener alejados a los Price: no querían que Camila se juntara con una niña como aquélla.

Nuestra historia comienza cuando el señor y la señora Reynolds se despertaron un martes, con un cielo cubierto de nubes grises que amenazaban tormenta. Pero nada había en aquel nublado cielo que sugiriera los acontecimientos extraños y misteriosos que poco después tendrían lugar en toda la región. El señor Reynolds murmuraba mientras se ponía su corbata más tonta para ir al trabajo y se tomaba un poco de whisky, y la señora Reynolds parloteaba alegremente mientras instalaba a la ruidosa Camila en la silla alta.

Ninguno vio la gran lechuza parda que pasaba volando por la ventana. A las ocho y media, el señor Reynolds cogió su maletín, besó a la señora Reynolds en la mejilla, para que no notara su aliento a licor y trató de despedirse de Camila con un beso, aunque no pudo, ya que la niña tenía un berrinche y estaba arrojando los cereales contra las paredes.

«Malcriada», dijo entre dientes el señor Reynolds mientras salía de la casa. Se metió en su coche y se alejó de la casa.

Al llegar a la esquina percibió el primer indicio de que sucedía algo raro: un gato estaba mirando un plano de la ciudad. Durante un segundo, el señor Reynolds no se dio cuenta de lo que había visto, pero luego volvió la cabeza para mirar otra vez. Sí había un gato atigrado en la esquina, pero no vio ningún plano. ¿En qué había estado pensando? Debía de haber sido por el whisky que tocó hacía un poco. El señor Reynolds parpadeó y contempló al gato. Éste le devolvió la mirada. Mientras el señor Reynolds daba la vuelta a la esquina y subía por la calle, observó al gato por el espejo retrovisor: en aquel momento el felino estaba leyendo un rótulo (no podía ser, los gatos no saben leer los rótulos ni los planos).

El señor Reynolds meneó la cabeza y alejó al gato de sus pensamientos. Mientras iba a la ciudad en coche no pensó más que en los estúpidos pedidos de taladros que esperaba conseguir su Director aquel día.

Pero en las afueras ocurrió algo que apartó los taladros de su mente. Mientras esperaba en el habitual embotellamiento matutino, no pudo dejar de advertir una gran cantidad de gente vestida de forma extraña. Individuos con capa. El señor Reynolds no soportaba a la gente que llevaba ropa ridícula, ya le bastaba con la que él debía usar para su trabajo. ¡Ah, los conjuntos que llevaban los jóvenes! Supuso que debía de ser una moda nueva. Tamborileó con los dedos sobre el volante y su mirada se posó en unos extraños que estaban cerca de él. Cuchicheaban
entre sí, muy excitados. El señor Reynolds se enfureció al darse cuenta de que dos de los desconocidos no eran jóvenes. Vamos, uno era incluso mayor que él, ¡y vestía una capa verde esmeralda! ¡Qué valor! Pero entonces se le ocurrió que debía de ser alguna tontería publicitaria; era evidente que aquella gente hacía una colecta para algo. Sí, tenía que ser eso. El tráfico avanzó y, unos minutos más tarde, el señor Reynolds llegó al aparcamiento de Grunnings, pensando nuevamente en los bobos taladros, pero no sin antes tomar un poco de whisky de su petaca personal.

Bella Price y La Piedra Filosofal©Where stories live. Discover now