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     Los latidos de su corazón hacían eco en las paredes de su cráneo, mareándolo

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     Los latidos de su corazón hacían eco en las paredes de su cráneo, mareándolo. No confiaba en la fuerza de sus piernas, caería rendido en cualquier momento. Las ramas y las raíces se interponían en su camino, abriendo heridas en su piel canela. Sus pulmones ardían, y su agitada respiración sonaba estridente en la calma noche.

Empezaba a pensar que no merecía la pena aquella fatiga, aquel ser le atraparía de manera inevitable, pero su cuerpo se negaba a detenerse. Jamás había corrido tan rápido. Podía notar el húmedo aliento del animal sobre su nuca, erizando cada vello de su espalda. Las afiladas garras abrían surcos en la tierra cada vez más cerca de sus propios pies. Ten lo sabía, aquel sería su final.

Una retorcida rama se enredó en su zapato, como si hubiera cobrado vida para hacerlo caer de bruces al suelo. El tobillo le ardía.

Se arrastró unos lastimeros tres metros mientras la bestia le seguía de cerca, lentamente. Podría acabar con él fácilmente, pero parecía disfrutar de su sufrimiento. Finalmente, se volvió sobre sí mismo y miró por primera vez a su perseguidor. Podría haber muerto de la impresión y le habría ahorrado el trabajo a la bestia. Un enorme lobo castaño se cernía sobre él, con las fauces abiertas y los amarillentos ojos clavados sobre su presa. Fácilmente tendría el tamaño de un caballo.

Ten sintió el impulso de frotarse los ojos, o de pellizcarse, lo que hubiera sido más eficaz para despertarlo de esa pesadilla. No existían lobos tan grandes, y había algo en la mirada de aquel monstruo que le hacía creer que no era un simple animal. Una chispa de conciencia, de regocijo y diversión, una chispa de humanidad.

El lobo parecía listo para atacar. Ten quería gritar, pero el aire se quedó atascado en sus pulmones y solo pudo cerrar los ojos y prepararse para su inminente final.

Un aullido rasgó el aire, y por un momento se preguntó si había muerto, hasta que se dio cuenta de que seguía acurrucado en el suelo, temblando como una hoja de papel. Gruñidos guturales y golpes secos habían silenciado sus jadeos. Abrió los ojos con cautela e intentó enfocar a las peludas moles que rodaban y lanzaban dentelladas. Un tercer actor había aparecido en la trágica escena de su muerte.

Ten tuvo que apartarse de la trayectoria de la sangrienta pelea, y se acurrucó contra el tronco de un roble hasta que el silencio volvió a reinar. Solo entonces se atrevió a contemplar la escena frente a él. El nuevo lobo se alzaba imponente, con la cabeza erguida, mientras el lobo castaño se inclinaba sumiso. El perderdor atravesó el pequeño cuerpo de Ten por última vez con sus afilados iris amarillos antes de perderse entre la sombra de los árboles. Ten contempló a su salvador, aunque quizá le había otorgado aquel título demasiado pronto. No estaba seguro de si aquel lobo quería salvarlo o saborearlo por su cuenta, pero había algo en aquella negra mirada que le inspiraba confianza. Este no era tan grande como el lobo castaño, pero su pelaje plateado desprendía una sensación de superioridad que habría podido doblegar al mayor de los cánidos. El animal dio un confiado paso hacia Ten, que pegó sus rodillas al pecho todo lo que pudo.

—Por favor, no me hagas daño.

Se sentía estúpido. No sabía si aquel animal habría entendido su lastimero susurro, pero algo en su interior le decía que podía comprenderlo. Una mueca parecida a una sonrisa se dibujó en las fauces del lobo antes de que una neblina grisácea envolviera su cuerpo. El lobo desapareció tras la cortina de niebla y, cuando reapareció, un chico se alzaba en su lugar.

En ese momento, Ten se desmayó.

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