Fue la lluvia...

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Cuando decidí tomar la clase de pintura al óleo no consideré que el único horario disponible era a las ocho de la noche. Hora en la que sin falta durante todo ese frío diciembre comenzaba a llover, primero con pequeñas gotitas transparentes que a penas y hacían ruido cuando impactaban en el asfalto y que poco a poco mutaban en impetuosos golpes que doblaban las hojas de los árboles. Yo las veía mientras corrían maratónicas carreras a través de los ventanales del salón de clases como si estuvieran luchando por ser la primera en desaparecer en el vacío.

Jamás había sido un gran fan de la lluvia, podía disfrutar de ella siempre y cuando estuviera a salvo en casa, con una taza grande de chocolate y bajo la cobija suavecita que mi mamá me había regalado hacía muchos años y que conservaba porque me hacía sentir a salvo y porque me recordaba a ella.

Así que me apresuré a guardar todo en la mochila y al ver que no cerraba dejé afuera la libreta, quizá también me serviría como sombrilla y me dejaría llegar hasta la parada de autobús sin parecer ratón mojado.

Atravesé el patio corriendo con la libreta cubriéndome la cabeza y cuando alcancé el primer techo me di cuenta que había sido una mala idea intentar salir del edificio de la universidad, aquello era un aguacero y para ese momento ya tenía completamente mojada la parte baja del pantalón y gran parte de los hombros y brazos. Sabía que debería llegar a tomar un baño con agua caliente para evitar que al día siguiente no me pudiera presentar por gripe, pero antes de hacer planes para cuando pudiera estar en casa, debía concentrarme en refugiarme más tiempo de ese chaparrón, el sitio en el que estaba aplastado contra la pared comenzaría a llenarse de agua pronto porque el aire ya había empezado a enviar las gotas en diagonal como si estuvieran empeñadas en encontrarme.

Desde ese lugar podía ver un desnivel techado que para mi sorpresa no se encontraba ocupado y donde parecía que al menos por un buen rato podría estar cubierto. Tomé la libreta nuevamente y corrí en diagonal hasta el espacio que ya había declarado como mi refugio provisional.

Comenzaba a tener frío y sentir cómo pequeños temblores se me formaban en los brazos. De no ser por querer terminar el ciclo escolar lo más pronto posible no estaría ahí en medio del diluvio esperando que el dueño de una góndola veneciana apareciera mágicamente, me diera una sombrilla y se alejara junto conmigo remando hasta llegar a salvo a casa.

Estaba tan sumergido en esa estúpida fantasía cuando un intenso – mierda- me trajo de vuelta a la lluviosa realidad. Alguien estaba a mi lado compartiendo el huequito que yo había reclamado como mío hacía tan sólo unos minutos.

Su cabello se encontraba completamente empapado, así como el abrigo marrón que tenía puesto y aún con el olor a tierra mojada que me taladraba los poros pude distinguir cómo las notas a lavanda que emanaban de su ropa se abrían camino en el aire.

El rostro que se recortaba contra la lluvia parecía complementar el ambiente, era en extremo frío y espectacularmente hermoso, tenía los ojos del tamaño perfecto, no eran finas líneas, ni tampoco eran extrañamente grandes, su color era como el de la avellana embotellada; oscuros, pero sin llegar a parecer negros, la nariz era una obra de arte, pequeña y perfecta y los labios abultados tenían pequeñas gotitas de agua que habían caído con precisión en esa parte como si te invitaran a tocarlos para eliminar cualquier rastro de lluvia.

-Siento mucho invadir tu espacio personal – me dijo sacándome del trance – no hay muchos lugares en donde te puedas refugiar de esta tormenta – su tono aún era formal pero había notado que no había empleado honoríficos al hablar.

Quizá había visto mi mochila, lo que delataba que yo era un estudiante y él, él además de parecer un adonis lucía como un hombre en sus casi treintas.

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