Los colores dormidos (Capítulo III)

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     La campanilla de la puerta se agitó con fuerza y un muchacho recorrió a la carrera la estancia hasta el mostrador. El joyero, sobresaltado le preguntó:
— ¿Que ocurre, hijo? ¿Por qué tanta prisa?
— Ayúdenme por favor.—  Suplicó casi sin aliento.—  Necesito vender esto.—  Dijo extendiendo la mano.
— Claro, niño. Pero debes esperar, esta señorita estaba primero.
— ¡Usted no lo entiende!—  Le espetó en tono angustiado.—  ¡Mi padre! Mi padre se muere, señor.—  Finalmente su voz se quebró y una lágrima rodó por su mejilla mugrienta.

     El niño, con la voz cargada de desesperación, agarró la pulcra camisa del joyero y le suplicó ayuda una vez más. Pero este, cansado del comportamiento estúpido del crío, lo agarró de una oreja y lo sacó a la calle.
— Y ahora largo de aquí, ladronzuelo. Vete a que otro se crea tus patrañas.
El pobre chiquillo, cayó sobre el suelo de piedra, con el rostro lleno de lágrimas.
— Pero no miento, señor… ¡Lo juro!—  Pero su voz perdió fuerza, y desistió, agachando la cabeza entre sus brazos.
— ¡He dicho largo! Seguro que lo único que pretendía era robar algo. Discúlpeme, señorita.—  Dijo el hombre, entrando de nuevo en la tienda.
Evelyne, que había contemplado la escena a todo detalle, se acercó rápidamente al niño que yacía aún en el suelo.
— ¡Dios Santo! ¿Estás bien? Vamos, levántate de ahí.—  Le dijo, ayudándole a incorporarse.
— Señorita, por favor, ayúdeme.—  El chico, le agarró la manga del vestido y le habló en tono de súplica.
— ¿Que ocurre? ¿Qué puedo hacer por ti?
— Necesito el dinero, necesito venderlo. Mi padre se muere, mademoiselle.—  El llanto del pequeño comenzó de nuevo.

     El corazón de Evelyne comenzó a latir al oír aquellas palabras. Los recuerdos se agolparon en su mente. La visión del niño tirado en el suelo de piedra, sollozando, y después esas palabras… Le hicieron sentir un nudo en el estómago.
— Tranquilo, muchacho. ¿Qué es lo que necesitas vender? Vamos, muéstramelo.—  La joven intentó sosegar sus pensamientos y aparentar una serenidad que para nada sentía. El niño simplemente extendió la mano, de la que colgaba un medallón.

     En ese instante, a Evelyne le dio un vuelco el corazón y las piernas le flaquearon. Tuvo que sentarse en la escalera de un portal cercano para evitar desplomarse. Sin apartar la vista del medallón, lo tomó en su mano y lo observó atentamente. Con los ojos como platos, comprobó que ciertamente se trataba de su antiguo medallón. El colgante que su abuela le regaló antes de fallecer, algo ennegrecido por el tiempo. No podía creerlo.
¿De dónde has sacado esto?—  Logró articular palabra, después de largo rato escudriñándolo con la mirada.
— Me lo ha dado mi padre para que lo venda, mademoiselle, y así poder conseguir una medicina.—  Contestó el muchacho.—  ¿Por qué? ¿No le gusta?
— ¿Eh? Si, si. Claro que me gusta.—  Dijo ella, aún absorta.—  Lo que ocurre es… ¿Qué le pasa exactamente a tu padre?
— No lo sé. Solo sé que se morirá si no conseguimos una medicina. Tiene que ayudarme, se lo ruego.
— Está bien, escucha. Yo te compraré el medallón. Pero debes llevarme junto a tu padre.—  Decidió Evelyne. Tenía que descubrir lo que estaba ocurriendo fuera como fuese.

      Entraron por una angosta callejuela sin salida y se detuvieron ante una puerta de madera podrida que, en algún momento, estuvo pintada de color azul. El niño la empujó suavemente y pasaron al interior. Era una casa lóbrega, oscura y vacía. Las paredes, negruzcas, estaban desconchadas por la humedad, y el estrecho pasillo desembocaba en una de las dos únicas estancias. Atravesaron el agujero en la pared que conducía a la habitación completamente vacía salvo por una cama. Sobre ella, y bajo una pobre manta de lana gris, reposaba el cuerpo tembloroso de un hombre.

     Evelyne avanzó muy lentamente hacia él, procurando no hacer ruido para que no descubriera su presencia. Cuando llegó al lado de la cama, vio que su cara la recorrían brillantes gotas causadas por la fiebre. Tenía los ojos cubiertos por un paño húmedo.

     La joven permaneció a su lado durante un largo rato.
Finalmente, se decidió y comenzó a retirar despacio el paño. Cuando hubo descubierto sus ojos por completo, vio la piel quemada que recubría sus párpados y le impedía abrir los ojos.
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Los colores dormidos (Wattys2015)Where stories live. Discover now