❂ 5: Nacido del fuego. ❂

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Esta es la historia aquellos que pertenecen al fuego; esta es una historia sobre sacrificio y amor.






Todo comenzó con el nuevo reino de Dorado, unas tierras que habían sido tomadas entre las sabias y ambiciosas manos de un joven rey llamado Maekhar, un lord que había visto oro en donde los demás nunca habrían visto nada.

Quién imaginó un poderoso imperio en donde solo había un puñado de montañas solitarias y ciertamente el primero en declararse monarca en el vasto continente de Goré.

Dorado había comenzado siendo su proyecto, una ciudad establecida al sur de sus tierras y a la que prontamente supo guiarla hasta la prosperidad del primer imperio más fuerte de todos los tiempos. Pero este solo era el principio, se dijo a si mismo. En unos años, se alzaría ante él la ciudad más grande que pudiera haberse en el mundo y en la cima de su montaña más alta, estaría la fortaleza más intimidante del mundo; imposiblemente enorme, espectacularmente bella, el castillo más hermoso y grande que el hombre hubiera conocido. Ese sería su imperio y lo compartiría con su esposa.

Meerah, quién había sido solo una extranjera hasta el momento en que la conoció. Había llegado a Dorado en un barco de tierras lejanas con la promesa de comenzar de nuevo y a pesar de que había sido todo un lio cortejara y lograr desposarla, ahora ella estaba reinando a su lado; imposiblemente bella, con su piel oscura y su cabello rojo vino, cayendo sobre su espalda como una cortina de fuego.

Maekhar y Meerah se amaban, más allá de lo entendible, rebasando los límites de lo imaginable, y eran como cualquier otra pareja felizmente casada: sus rostros se iluminaban cuando el otro estaba cerca, nunca dejaban de soñar con su futuro, no solo con el de su reino, pero lo que podría venir para ellos en el camino. Y uno de aquellos anhelos se cumplió el día en que ella descubrió que estaba esperando a un bebé.

Así que ella agradeció a su dios, El Señor de la Luz, por dejarle traer al mundo el producto de su eterno y devoto amor por su esposo, por su reino. Un heredero estaba creciendo en sus entrañas y cuando fuera mayor, reinaría todo lo que sus ojos alcanzaran a ver a través de sus tierras cubiertas en oro.

Y durante casi nueve meses, los Reyes de Dorado se la pasaban soñando con la imagen de su hijo, anhelando el día en el que finalmente lo tendrían entre sus brazos para abrazarle y cuidarle. Pero todo cambió el día que Meerah entró en labor.

La vida que habían pintado en su mente con los colores más vibrantes de pronto perdió toda la saturación.

Los sanadores no traían buenas noticias, Maekhar se la paso caminando arriba y abajo dentro de la habitación donde la calidez de su esposa se empezaba a extinguir con cada paso que él daba. Y cuando el atardecer comenzó a tragarse el cielo, cuando la luz del sol se alejaba hacia el horizonte, Meerah solo le pidió a su esposo que se acercara, susurrándole unas palabras a través de sus labios resecos.

Maekhar retrocedió, no estaba seguro de si lo que pedía su esposa era parte de un delirio o, como ella lo había llamado, una orden del mismismo Señor de la Luz, pero tal vez era porque él estaba desesperado, el pánico tomando control desde el interior de su cuerpo a cada minuto que pasaba y la luz de la vida de Meerah comenzaba a extinguirse.

Así que tomo un caballo y junto a su esposa, se adentró en la noche, dejando la tierras de su amada ciudad.

Las estrellas brillaban sobre sus cabezas, pero la brisa de la playa se alejó mientras más se alejaban en dirección al norte, a las tierras vecinas de Dorado. A otra serie de montañas que distaban de las de las suyas porque estás... tenían fuego por dentro.

Vulkam era su nombre, una tierra de fuego y ceniza en la que no solo los volcanes hacían erupción cada dos por tres, pero en la que también era el hogar de las bestias que rayaban en el cielo entre escamas y colmillos; el cuero de sus alas resonaba sobre el reino de Dorado cuando uno de ellos sobrevolaba su cuidad. Era todo poder, viento y gruñidos, garras y tempestad. Los aldeanos les llamaban Drakhan Neé, los nacidos del fuego.

Dragones.

Maekhar tragó saliva cuando empezó a escuchar los rugidos a la lejanía. Estaba tentado a tirar de las riendas de su corcel y dar media vuelta para regresar a su reino, pero Meerah, que cada vez estaba mas débil, tan solo le pedía que siguiera. El lo hizo, muy a su pesar. En el pasado había estado maravillado por aquellas bestias, verlas volar sobre su ciudad había sido una imagen placentera, nunca de miedo, pero ahora, que su esposa acariciaba la fina línea entre la vida y la muerte... habría sido difícil no sentirse aterrado.

Se adentraron a las tierras y de pronto la temperatura aumentó, el caballo comenzó a impacientarse por los gruñidos que provenían del cielo, pero tras una mano firme de la reina sobre su piel, el corcel pareció calmarse lo suficiente para llevarlos a la base un volcán.

Maekhar no se detuvo después de eso, sabía que a la primera cuestión que le dirigiera a su esposa, él se marcharía de ahí, así que tan solo tomó a Meerah entre sus brazos, su vientre hinchado resguardado contra su pecho, pero la sangre entre las piernas de su reina no frenaba y la punzada de terror que cruzo el pecho de su esposo lo hizo moverse con premura por el camino rocoso hasta la entrada a una cueva.

El bochorno casi lo frenó al adentrarse, era una temperatura tan alta que el sudor de su frente empezó a gotearle por todo el rostro, su ropa empapada le picaba la piel, pero él seguía avanzando, adentrándose al corazón del volcán.

Cuando se hubo en un risco frente al mar de lava, Meerah susurro sus últimas palabras antes de perder la conciencia.

Maekhar bien podría estar alucinando, tal vez todo ello era producto de una pesadilla, una muy mala y aterradora pesadilla. Pero habían hecho todo el camino hasta ahí y había escuchado a las bestias volar sobre sus cabezas, había sentido a una de ellas casi gruñirles en la entrada a la cueva. Pero ahí estaba, con su amada entre sus brazos y la lava soltando pequeñas explosiones que elevaban pesadas columnas de humo sobre su mar radiante de fuego líquido.

Y él, con el pelo rubio pegado a la frente, los ojos verdes mas brillantes que nunca, dejo un beso en la cien de su esposa al mismo momento que un sollozo se soltaba de sus labios.

La dejó caer por el risco y el cuerpo de Meerah fue absorbido por la lava.
"Me ha prometido que todo saldrá bien, déjame caer" Habían sido las últimas palabras de su esposa antes de perderse en la bruma de la inconsciencia. Él había querido preguntar quién era quien le hablaba, si de verdad había un Dios viendo por su reina o si tal vez había cometido un terrible error. Si tan solo la locura lo había orillado a cometer semejante estupidez. Llevarse a su esposa embarazada a la tierra de los dragones para lanzarla a un mar de lava.

Maekhar ya estaba tirándose del cabello, gritando su dolor a través de la montaña cuando se dio cuenta de lo que había hecho...

Cuando una cegadora luz atrapó su atención en el centro de aquel lago de fuego líquido; era radiante, incandescente, terriblemente luminosa, pero él no tuvo miedo de mirar, nunca tuvo miedo de admirar lo poderoso o lo desconocido. Por eso había visto oro en una tierra de nada, por eso había encontrado la felicidad en los ojos de una extranjera. Y tal vez había una razón por la que él había llegado ahí, por lo que el barco de Meerah había arribado en su puerto...

Porque en ese momento una figura se alzó entre la lava, y el brillo no era del fuego, no era del calor, era de ella, provenía de Meerah.

Ella era la luz, ella era el fuego, Meerah estaba ahí, con vida y entre sus brazos...

Su hijo.

Maekhar pensó que había muerto, pensó en estar viendo un fantasma, pero cuando ella avanzó hasta él, caminando entre la lava hasta su esposo, con el cabello ya no mas del tono del vino, si no de un blanco puro y resplandeciente, él creyó que había un Dios y que ella era su más preciada protegida.

Con una mirada a los ojos ámbar de la reina, él supo lo que había hecho: se había sacrificado por amor, por su familia, por su hijo y había sido recompensada.

Ella le extendió la pequeña figura entre sus brazos y Maekhar vislumbró por primera vez a su hijo, un pequeño cuerpo de piel rosada, su casi inexistente cabello blanco. Puro. Ardiente entre las manos de su madre, inmune al fuego, nacido de él.
Ahora su hijo sería el primer rey que ardía pero que no se quemaba. Y cuando el niño abrió los ojos, los dragones rugieron a la lejanía.

Y su nombre, era Dravho.

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⏰ Última actualización: Sep 04, 2021 ⏰

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