❂ 2: Dorado. ❂

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Había una vez una gran tierra: tierra fértil y poderosa, con la vida tejida con la gloria. Los dioses ya la habían decorado con su Luz y tras la llegada del día y de la noche, del Sol y de la Luna, los tiempos comenzaron y trajeron a sus tierras a sus habitantes. Vinieron de todas formas y tamaños, se adaptaron con el tiempo. La hierba creció a lo largo de las planicies, campos de verde se pintaron por doquier, explosiones de color resaltaban entre los arbustos florales y las delicadas ramas de un brote entre la tierra se convirtieron en fuertes troncos rebosantes de retoños.

En el cielo, la tierra y el mar, su población llegó de a poco. Los delfines saltaban en las costas, los ciervos se paseaban por los bosques, manadas de lobos saltando por la nieve, los búhos se adentraban en la noche y mientras el brillo los cubría con un manto, la vida progresó en aquellas tierras plagadas de montañas y ríos, valles y desiertos, playas y bosques; el mundo inició, la vida dio su primer paso y tras cientos de años de remota tranquilidad, llegaron los primeros hombres.

Varias leyendas circulan por las tierras, diferentes versiones por cada reino que se alzó y cayó, por cada historia tergiversada que recorrió Poniente; algunas rumoran que los primeros hombres llegaron tras un haz de luz que recorrió el continente, que el mismo Señor de la Luz los creó y los puso en su tablero como piezas de ajedrez. Otros narran historias fantasiosas y casi divinas, sobre una barcaza blanca que rozó la costa y de ella descendió un grupo de seres inmaculados que cambiarían el curso de este mundo. Incluso algunos relatos juran que los primeros hombres sólo encontraron estas tierras y las tomaron, como si la vida llevara milenios de existir y nunca se hubieran topado con ese sitio virgen.

Pero sea cual sea la historia real, siempre tienen los mismos protagonistas. Hombres que llegaron y se dirigieron al norte, al sur y aquellos que sólo se quedaron. Cuando las Casas fueron una antes de dividirse y tomar sus tierras, decidieron que eran suyas y que las llamarían su hogar; nombraron el continente como Goré, que su significado difiere en la historia de cada pueblo, pero que en el sur, se le conoció como la tierra del comienzo.

Fueron cinco en total: Lord Greenwald, un hombre de piel pálida y gélidos ojos azules, tomó El Norte, cuando aún seguía prendido a Goré antes del deshielo; Lord Anieth, duro y serio, se estableció en las tierras por debajo, con su piel morena y su cabello azabache comenzó a construir una ciudad de piedra en sus campos de flores. Lord Dolan se marchó a las costas y se adueñó de las Islas al noroeste. Lord Horan, un hombre alto, rubio y resplandeciente como oro, sonrió con amabilidad antes de tomar los valles del centro del continente y le dio un apretón de manos al último de los primeros hombres; unos centímetros más alto, con piel pálida y feroces ojos verdes, el cabello de un tono rubio más oscuro y levemente rizado. El más apuesto de los cinco, el más astuto y el más visionario.

Fue Maekhar Akgon, el último Lord, que decidió tomar el sur.

Nadie se había atrevido a hacerlo, no con todas esas montañas enormes y la zona volcánica a un costado. No con esas enormes playas en sus costas, lejanas a los bosques rebosantes y ríos de agua dulce. ¿Quién habría querido tomar esas tierras? Solo un tonto, como había murmurado Lord Greenwald con frialdad, Incluso Lord Anieth sugirió que desistiera de aquel sitio tan inhabitable y buscara otras tierras. Lord Horan fue el único que se ofreció a compartir sus valles, pero Maekhar declinó de manera elegante.

Con cortas reverencias y palabras de suerte, los cinco hombres partieron con su gente hacia sus tierras destinadas y Goré se fragmentó en cinco zonas para cada casa importante. Yaekor en el norte por la casa Greenwald, lo que eventualmente terminaría despegándose del resto del continente para volverse uno solo; años después se convirtió en Gélida, El Norte, y se subdividió en otros tres territorios sin corona que se mantuvieron así durante cientos de años. Bajo el estandarte de la casa Anieth, se irguió Cinis; la cuidad de la ceniza, en donde el clima solía ser nublado y húmedo. El grupo de islas de los Dolan se convirtieron en Morah; donde la cerveza dulce comenzó a circular desde sus primeros momentos. En los Valles, con un elegante ciervo coronado posando en sus banderas verdes, los Horan bautizaron a sus tierras como Valle Rakium; con sus minas de oro y sus frondosos bosques.

Finalmente, cuando Maekhar Akgon llegó al sur, vió las montañas, la arena, los cielos pálidos y el mar rodeando sus costas. El sol brillaba tan fuerte ese día, que un haz de luz picaba en sus ojos y doraba su piel. Vio el terreno, admiró el paisaje y se preguntó, ¿cómo es que nadie había visto lo glorioso que era el sur? Se imaginó las poderosas montañas plagadas de casitas, los caminos de piedra que las recorrerían como serpientes, que unirían calles, senderos y desembocarían en enormes plazas y mercados atiborrados con los tesoros del mundo. Imaginó un puerto monumental en las costas, una bienvenida cordial a todos los que quisieran llegar, que trajera gloria y respeto a su reino. Y ahí, en la montaña más alta... un boceto se dibujó en su mente, una fortaleza, pero no como aquel castillo de piedra en Cinis, no como las mansiones elegantes en Valle Rakium, no algo tan ordinario...

Maekhar quería torres, varias de ellas, tan altas que su vista se perdería entre las nubes. Imaginaba escaleras magníficas y elegantes, puertas enormes de la mejor madera del continente y ventanas, cientos de ellas. Grandes, majestuosas, para que toda la luz entrara e iluminara los grandes salones, los muros de marfil, los pisos de mármol. Quería un salón tan enorme que, cuando tuviera visitas, sus huéspedes sintieran miedo y respeto en partes iguales; quería cientos de pasillos y habitaciones, un comedor impresionante, una biblioteca enorme, una armería mortífera y quería que ese hogar gritara: poder.

Eso es lo que haría en el sur.

Él no quería reino común, no algo mediocre, él quería todo.

Él quería un Imperio.

Quería poder, lujo y oro, quería que la gente viera el escudo de su casa y se inclinara en respuesta. Quería que su ciudad fuera la más grande que se hubiera visto, la más rica, la más fuerte y la más hermosa. Quería que Poniente se estremeciera entero cuando pisaran sus tierras cálidas.

Y como si una firme voz, joven y vieja, humana y no del todo, susurrara en su oído, supo como llamaría a ese lugar:

Dorado.

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