El lamento de los grillos (I)

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La nieve continúa cayendo a medida que avanzamos a través de la amplia carretera

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La nieve continúa cayendo a medida que avanzamos a través de la amplia carretera. La oscuridad de la noche cae como un manto oscilante que ahora nos arropa por completo. Stèphane juega con la radio: oprime el botón de cambio hasta que le duele la mano. Se detiene cuando consigue lo que está buscando: una estación que trasmite música clásica. Ambos permanecemos en silencio al escuchar las notas pululantes de un piano danzar entre nosotros.

Casi puedo escuchar los rumores del pasado: el rechinar de las tablas de madera cuando subía hacia el ático, el retumbar violento de las cortinas al mecerse con el viento, el sonido chirriante de la lluvia al caer sobre el tejado. Mi sentidos se amplían ha medida que me adentro en la oscuridad de la carretera. Ahora puedo oler los trastes viejos del pasillo, el cabello húmedo de Stèph, el jabón tan característico que usaba Agatha para limpiar las sábanas y, por supuesto, el olor a jengibre tan particular del piano de cola blanco.

Me dejo embriagar por esas sensaciones. Me permito recordar los buenos momentos. Me permito olvidar, por tan solo un instante, los ruines y tan temidos episodios que marcaron mi vida. Me permito olvidar las dudas. Me permito olvidar todo lo que me impide sentir. Y me concentro tan solo en esas sensaciones, y en la presencia de Stèphane a mi lado, quien pacíficamente observa a través de la ventana.

Iremos poco a poco, han sido sus palabras. Y aunque esto solo prolonga un poco mi agonía, al mismo tiempo me hace sentir en armonía. No tenemos que hablar del pasado de inmediato, podemos permitirnos estos momentos en paz. Podemos vivir este presente sin sentir miedo, dudas o inseguridad. Podemos dejarnos guiar por la música y estar a gusto con nuestro silencio, como lo hemos hecho en un pasado.

Sonrío, y de reojo veo como él también sonríe.

—¿Qué? —pregunto.

Él desvía su mirada hacia la ventana.

—Nada —musita.

Suelto una risa tímida.

—¿Stèph?

—Es solo que... —susurra y me observa de reojo—. Realmente extrañaba esa sonrisa. La genuina, me refiero —dice sin mirarme, a la vez que cierra los ojos y con su mano revuelve sus cabellos.

Mis mejillas arden. De repente, siento como si fuese de nuevo aquella tímida adolescente de dieciséis años: anhelante, impulsiva, entusiasta.

—Bueno, en mi defensa... cuando estudias para ser médico tienes que aprender a sonreír de mentira muchas veces —digo, soltando una sonrisa falsa.

Él levanta una ceja.

—A mí no engañas.

Mi sonrisa se apaga.

—Lo sé —susurro.

Entonces Stèphane me hace una seña.

—Cruza en esta vía —dice.

Las horas que nos pertenecenWhere stories live. Discover now