El peso de los años (II)

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Luego de un par de minutos más frente al espejo, seco mi rostro y salgo del baño

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Luego de un par de minutos más frente al espejo, seco mi rostro y salgo del baño. La bruma roja del atardecer se ha disipado y ahora solo queda el gris reflejo de una tarde que está muriendo a cada segundo. Hay pocas personas alrededor. La mayoría son estudiantes que pasan de un lado otro con apuro.

Al fondo del pasillo veo su silueta delinearse frente a un ventanal. En una mano sostiene su portafolio y en la otra tiene un cigarrillo encendido. Observa hacia el horizonte. No se mueve en lo absoluto. No puedo ver su expresión desde aquí, pero no me hace falta. Casi puedo imaginar su rostro anhelante, examinando el cielo. Sé en quien piensa, porque yo también me he pasado largas tardes pensando en ella.

A medida que me acerco puedo detallarlo con más cuidado: ha crecido significativamente desde la última vez que le vi. No sólo es un poco más alto, sino que también su espalda es un poco más ancha y sus brazos un poco más gruesos; aunque no es para nada del tipo musculoso. Tiene la chaqueta guindado en un hombro junto con su portfolio, la camisa ligeramente arrugada y salida de su pantalón. Su rostro perfilado tiene facciones más definidas. Es Stèphane, sí, pero ahora luce como un adulto, y no aquel adolescente perdido que una vez conocí.

Me acerco hacia él con lentitud. Él se gira hacia mí casi de inmediato y sonríe tiernamente. Ahora más que nunca deseo tocarlo. Deseo abrazarlo, pero la atmósfera me asfixia cuando siento cómo las personas caminan a nuestro alrededor.

—¿Y bien? —Sonrió ampliamente, intentando ocultar mi nerviosismo.

—Larguémonos de aquí —dice, luego me ofrece su mano.

Me quedo mirándola. El bullicio de la gente a nuestro alrededor aumenta de tal forma que me hace temblar. Poso mis ojos en un par de estudiantes a la derecha: un grupo de dos chicas y tres chicos que conversan y nos observan con curiosidad. Mi sonrisa se disipa.

Percibo que Stèph se da cuenta casi de inmediato, ya que toca mi hombro con delicadeza y me señala en dirección hacia el estacionamiento. Ambos caminamos uno al lado del otro. Ninguno de los dos dice nada hasta que salimos del edificio.

Al salir, el viento helado arremete contra nosotros, así que apuramos el paso para evitar congelarnos.

—¿Trajiste auto? —pregunta.

—Sí.

—Puedo dejar el mío aquí —dice y yo asiento.

—Sígueme —digo y tomo el liderazgo. La incomodidad sigue siendo perpetua y hasta absurda. Creo que, aunque los sentidos me digan una y otra vez que esto es real, no termino de creérmelo.

Cuando llegamos a mi pequeño Jeep, le hago una seña. Me monto en el asiento del piloto y Stèph me sigue y se monta en el asiento de copiloto sin decir palabra. Enciendo el auto y prendo la calefacción. Frotó mis manos, buscando el calor en mi cuerpo. Luego de un silencio momentáneo, él levanta una ceja.

Las horas que nos pertenecenKde žijí příběhy. Začni objevovat