El peso de los años (I)

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No siento mis manos

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No siento mis manos.

El agua fría las ha entumecido por completo. Las yemas de mis dedos arden y se escuecen. Siento como si fueran pequeñas piedrecillas que se parten y se multiplican bajo mi piel. Quiero cerrar el grifo, pero me es imposible moverme. Estoy abstraída con mi rostro húmedo y pálido, reflejado en el sucio espejo del baño público. Algunas estudiantes entran al cubículo y se me quedan mirando, pero tampoco presto atención. Por un momento olvido quien soy, dónde estoy, dónde estuve y a dónde iré.

No recuerdo ni siquiera mi nombre.

Observo el reflejo en el espejo con tanta obsesión, que siento como si fuera a salir de allí y ahorcarme. Pero no lo hace, en su lugar, el reflejo se transforma: esa mujer de veinticuatro años se desfigura hasta encogerse y volverse una adolescente de quince. Son tan diferentes. La niña tiene el cabello más largo, la piel más suave, los ojos más brillantes. Están tan llenos de esperanza, de pasión, de amor. Es una imagen que representa luz. Y me ciega.

Me ciega de tal forma que termina por consumirse en su propia luz. Y luego, entre sus residuos, solo queda la imagen de aquella mujer desaliñada, desesperanzada y triste.

La mujer tiene los pómulos hinchados, el cabello más corto y desaliñado, y una mirada que no logro descifrar. Es como si quisiera salir huyendo de su propia realidad. Pero no puede.

Me pregunto cómo esa niña se convirtió en esta mujer. Me preguntó qué heridas del pasado la llevaron a perder el resplandor en su rostro. Me pregunto cómo terminó ahí, en ese baño público, embriagada bajo su propio escrutinio, con sus manos a punto de quebrarse por el frío del agua congelada.

Esta mujer debe estar rota y perdida. Tal vez necesita ayuda, me digo. Tal vez yo pueda ayudarla.

Entonces el reflejo se mueve y me observa. Abre su boca y susurra:

Está vivo. Se inclina hacia mí con más ahínco. Y nunca te buscó, me dice.

—Silencio —respondo en voz alta.

El golpe seco de una puerta tras de mí me trae de vuelta a la realidad. Una estudiante sale de uno de los cubículos del baño y me observa a través del espejo. Creo que se pregunta a quién le estoy hablando, o si era con ella. Verla me ayuda a salir de mi trance. La ignoro y recojo algo de agua helada para echarla en mi rostro. Lo hago una segunda vez y luego me doy cuenta que la estudiante aún me observa.

Sonrío. Una expresión falsa que trata de decir "todo está bien". Un gesto que he fabricado a través de los años.

La estudiante no parece muy convencida, pero aún así me lanza una mueca incómoda que pretende ser una sonrisa, y luego se va.

Entonces me permito respirar.

Y todos los recuerdos vuelven a mí como una tormenta de espinas.

Las horas que nos pertenecenWhere stories live. Discover now