La negra, la rubia y la china

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Melanie Bustamante tenía catorce años cuando su vida pegó un vuelco y las cosas se le pusieron complicadas. Antes de eso hubo una infancia austera pero feliz. Fue la primer hija de un matrimonio formado por Pedro, un provinciano con sangre amerindia diaguita en sus venas y Susana, una porteña nieta de inmigrantes de las islas africanas de Cabo Verde. Su piel y ojos oscuros le dieron el  obvio apodo de Negra. Fue una niña alegre y vivaz, y con la llegada de la adolescencia empezó a desarrollar un cuerpo voluptuoso y muy hermoso, con grandes pechos y un buen trasero, junto con unas caderas sugestivas que hacían que sus compañeros se volteasen al verla pasar. Pero su mundo adolescente de salidas con amigas y primeros novios se derrumbó el día en que una bala perdida disparada por unos ladrones que huían de una persecución policial acabó con la vida de su padre, que pasaba justo por el lugar volviendo de trabajar. Con una madre sumida en una brutal depresión, y hermanos menores que mantener, Melanie debió dejar la escuela secundaria y salir a ganar dinero. Trabajó como niñera, cuidadora de ancianos y enfermos, nochera, para mantener a su familia. Mientras el resto de sus amigas iban a las discotecas, perdían el tiempo y sólo pensaban en el viaje de egresados a Bariloche, Melanie entró en una adultez anticipada, preocupándose por hacer plata para pagar cuentas. Fue esa misma adultez la que la indujo, pasados unos años, a retomar los estudios secundarios en la escuela nocturna, sabedora de que sin secundario completo no podría aspirar nunca a un empleo mejor y tendría que seguir cuidando niños hasta jubilarse.

Si Melanie, la Negra, perdió a su padre a los catorce años; Jessica Suarez, la China, nunca lo tuvo. Sus ojos levemente rasgados y su piel daban cuenta de su ascendencia en parte asiática-japonesa para ser mas certeros- pero su progenitor ciertamente estuvo ausente en los primeros años de su vida. Su madre, Etelvina Suarez, se enamoró del padre de Jessica, un profesional destacado perteneciente a la colectividad japonesa, y quedó embarazada. Sin embargo el hombre la dejó y se casó pocos meses después con la hija de un líder importante de la colectividad nipona en Argentina. Etelvina  asumió con gran valor su destino de madre soltera y crió a la niña sola y prácticamente sin ayuda, con el único auxilio de la abuela de la niña, su propia madre. Luego de años de lucha consiguió que el padre abonara mensualmente la cuota alimentaria para la niña. Pero por desgracia cuando todo parecía encaminarse, la vida pegó duro: a Etelvina le detectaron un tumor en uno de sus ovarios. Después de un combate intenso contra la enfermedad, la misma la terminó venciendo dejando a su hija huérfana. Y allí Jessica desbarrancó. Abandonó la secundaria y empezó una vida de vagabunda: mucha noche y algunas malas compañías. Para colmo, al alcanzar la mayoría de edad su padre dejó de pagar la cuota alimentaria, pasando a sufrir estrecheces económicas. La abuela materna de Jessica pudo encausar la situación comunicándose con el padre de su nieta y pidiéndole ayuda: acordaron que él le daría trabajo a su hija extramatrimonial como cadeta; estando obligada Jessica no solo a trabajar a cambio del salario, sino también a terminar con los estudios secundarios que había dejado interrumpidos, retomándolos debido a su edad en una escuela nocturna para adultos.

La Negra perdió a su padre.

La China nunca lo tuvo.

 Brenda Fernández, apodada la Rubia por el pelo dorado y lacio que caía con suavidad sobre su espalda, podría decir que se le fue. Tuvo una infancia feliz, con su madre en una hermosa casa con pileta y jardín en el barrio de Olivos. Su padre era un importante empresario y su esposa ama de casa dedicada al cuidado de los hijos. Solían pasar sus vacaciones en Punta del Este, y algunos inviernos incluso viajaban a playas europeas. Parecía que nada podía salir mal, que la vida de Brenda sería una vida de felicidad, comodidad y viajes por el mundo. Pero el destino le tenía preparada una sorpresa.

Una noche, cuando todavía era chica, descubrió a su madre gritando en el comedor a su padre como poseída. Lo vió a él salir de la habitación matrimonial con unas valijas, abrir la puerta de la casa, subirse a un auto de remis, y desaparecer completamente. Mas tarde su madre le contaría que el motivo de la ruptura fue que se enteró que su papá había embarazado a su secretaria ejecutiva, con quien estaba viviendo una aventura amorosa. Desde el momento en que el padre dejó la casa, la prosperidad y tranquilidad abandonaron al mismo tiempo la vida de Brenda.

La madre no tenía trabajo y el pago de la manutención por parte de su ex marido se empezó a demorar. Brenda, acostumbrada a las primeras marcas, ahora se veía cambiando la Coca Cola en la cena por un jugo para diluir en agua, y dejando de comprar ropa en los shoppings para hacerlo en modestos locales de barrios populares, donde los precios no fuesen tan altos.

Finalmente, la casa con jardín y pileta tuvo que venderse. Su mamá usó la parte del dinero que le correspondía para comprar un pequeño dos ambientes en el barrio porteño de Boedo. Sin embargo cuando todo parecía volver a encaminarse los problemas anímicos de su progenitora volvieron a mandar todo al diablo. Desde el momento de la separación, había empezado a consumir medicación psiquiátrica para poder sobrellevarla. Con el paso del tiempo empezó a automedicarse, a tomar mas cantidad de pastillas que las que establecía su psiquiatra, y a mezclarlas con alcohol, con lo cual su situación emocional empeoró en forma rotunda, arrastrando a su hija en el caos.

Brenda a todo esto, intentaba ser el sostén de su madre y adaptarse a su nueva vida de austeridad, estudiando en un colegio secundario estatal y sobrellevando una vida de clase baja luego de vivir una infancia a todo lujo. Pero llegó un momento en que ya no pudo hacer más. Dejó la secundaria, y prácticamente dejó el departamento también , ya que no soportaba convivir con su madre en el estado en que esta se encontraba muchas veces.

Y así, la ex niña bien de Olivos muchas noches se encontró pasándolas en pequeños minimercados de las estaciones de servicio, algunos de ellos abiertos toda la noche. Se pedía un café y pasaba la madrugada intentando dormir acurrucada entre las mesas, a la espera de la mañana. Pasaba los días en plazas y casas de amigos que fue conociendo, vagos como ella. Tomaba cerveza del pico de la botella y fumaba la marihuana que le convidaban. La consideraba una droga menos peligrosa y adictiva que los antidepresivos consumidos por su madre. Y así empezaron a pasar los meses y  los años. La señora bien de Olivos se había transformado en una vecina con problemas económicos y deudas de expensas acumuladas y su hija habia pasado de niña fina y educada en colegio bilingüe a adolescente rea y fanática del rock and roll y la vagancia. 

La situación no fue peor gracias a la intervención de un hermano de su madre. Hizo internar a la madre de Brenda en un instituto donde lograron desintoxicarla. Posteriormente le consiguió un buen psiquiatra que la estabilizó. Empezó a realizar un tratamiento psicológico que la ayudó a asumir y aceptar la nueva vida que tenía, y a enfrentar los problemas en lugar de evadirlos con pastillas y alcohol. Hasta fue capaz de conseguir trabajo en una galería del barrio, como vendedora de ropa para damas. Enderezada la madre, solo quedaba enderezar a Brenda. No fue tarea difícil.

El tío era dueño de un restaurante de medianas proporciones en la zona sur de la ciudad. Brenda empezó a trabajar allí como moza durante el día y hasta la tarde. Por las noches, acordó con su tío retomar los estudios secundarios que había dejado truncos años atrás. El tiempo perdido tendría que recuperarlo.

Y de esta forma, tres jóvenes golpeadas por la vida, coincidieron en una secundaria nocturna para adultos de la Ciudad de Buenos Aires. Congeniarían con rapidez, se harían amigas, amantes, y formarían una extraña cofradía, una alianza indestructible contra este mundo y todos sus males: las Salvajes. Aprenderían a consolarse en el dolor, a devolver duro el golpe cuando la realidad pega con fuerza, y a darse dulce placer unas a otras cuando la vida solo les diera tragos amargos. Negra, rubia y china: tres colores distintos pero un solo corazón y un único destino.


La preceptora y las alumnas salvajesWhere stories live. Discover now