3

25 3 40
                                    

2017

Gianna


—No tengo hambre, he cenado con Malena.

Mis padres se encontraban en el comedor con platos que parecían llenos de vómito delante. Genial, mi madre había encontrado otra dieta y mi pobre padre le seguía la corriente.

—De acuerdo cariño. ¿Qué tal te ha ido el día?—Dijo mi padre y luego se llevó una cucharada de papilla verde a la boca. Puso cara de asco cuando su mujer apartó la mirada.

—Bastante bien. He tenido un examen de matemáticas, y no estoy segura de que tan bien me ha ido.

Los números no eran precisamente mi fuerte.

—¿Has estudiado y has hecho todo lo posible por aprobar?—Preguntó mi madre después de tragar.

—Si, por supuesto —asentí enérgicamente.

—Entonces ya está. No te estreses por ello. Te va de maravilla en lo demás, solo es una materia.

—Lo sé —asentí de nuevo—. En fin, tengo un par de ejercicios que no he tenido tiempo de hacer en casa de Malena. Hasta mañana, os quiero.

—Buenas noches, te queremos.

Mis padres eran geniales. Eran un poco estrictos, pero podía hablar y ser sincera con ellos sin tener miedo a que me juzgaran. Tenían sus reglas, y me aseguraba de no romperlas. Durante la semana solo podía ir a casa de Malena o a la biblioteca, pero tenía que estar en casa a las nueve en punto. Me gustaba llegar por lo menos cinco minutos antes del toque de queda. Los viernes, sábados y las vacaciones eran temas distintos. Podía ir a cualquier parte y volver a la hora que me diese la gana. Si, a veces el horario se me hacía un poco difícil, pero al fin y al cabo era su casa y yo aún era menor de edad.

Encendí la luz de mi cuarto y me maldije a mi misma por haber salido con prisa esa mañana. La cama estaba revuelta y había ropa por todas partes. Con un suspiro dejé el bolso en el suelo y comencé a recogerlo todo. Abrí el armario al acabar y cogí una camiseta para dormir y ropa interior.

Entré al cuarto de baño y dejé las cosas en la tapa del váter.

Mi madre se había encabezonado con reformar el baño, cosa que nos había llevado a una buena discusión. A mi padre y a mí nos encantaba. La mezcla de blanco, beige y azul marino me parecía maravillosa, y por nada en el mundo iba a dejar ir la grande y cómoda ducha, en la que me podía depilar las piernas sin tener que hacer contorsionismo, por una estúpida bañera que mi progenitora había visto en un anuncio. Por Dios, ni siquiera le gustaba bañarse.

En menos de media hora me había lavado el cuerpo, el pelo y me había depilado las piernas. Nuevo tiempo récord.

Me envolví con una toalla grande y me sequé el cabello con una más pequeña.

La cantidad de pelo que tenía en la mano después de cepillarlo no me sorprendió en absoluto. Mi padre me había echado la bronca una y otra vez por teñírmelo cada dos semanas, pero yo siendo yo no le hacía caso. Había vuelto a mi color natural dos días atrás, después de haber pasado por un horrendo proceso de decoloración y un rojo tan brillante que parecía fosforescente.

Volví a mi cuarto con ganas de meterme en la cama y dormir tres días, pero aún tenía deberes que hacer.

Me senté en la silla de mi escritorio y saqué el ordenador para acabar mis tareas. Una cosa que me gustaba de mi antiguo instituto público era que lo hacíamos casi todo en cuadernos. Me encantaba escribir a mano, pero después del cambio solo lo hacía cuando Mal me pedía corregir sus libros.

Casi me caigo de la silla al escuchar golpes en la ventana.

Me puse de pie de un salto, cogí unas tijeras del cajón del escritorio y me di la vuelta con el corazón acelerado.

Se me cayeron las tijeras de la mano al ver que era lo que estaba provocando los golpes. Me acerqué corriendo para abrir la ventana y miré al "ruido" con los ojos exageradamente abiertos.

—Muy buenas noches, señorita actitud.

—¿¡Estás mal de la cabeza!? ¿¡Qué haces!? ¡Si mis padres se enteran de que estás aquí te van a matar!—Me iba a dar un ataque al corazón si no se iba por dónde había venido.—¿Hola? ¿Me estás escuchando?

Me estaba mirando de pies a cabeza sin disimular. Se lamió el labio inferior y me sonrió con descaro.

Mierda. Me crucé de brazos al darme cuenta de que no me había puesto sujetador y la camiseta apenas me cubría el trasero. Di unos pasos hacía atrás y cogí una bata del perchero mientras intentaba no mostrar más de la cuenta.

—¿Y bien? —Espeté al ver que no decía nada.

Me ignoró de forma espectacular y se puso a dar vueltas por mi habitación.

Su presencia no pegaba con el dormitorio. El color rosa predominaba la mayor parte de la no muy grande estancia. Era un lugar para nada lujoso e Iván trasmitía todo lo contrario.

Estaba toqueteando todo a su paso. Oliendo mis velas y perfumes, mirando mis fotos y hasta abriendo mi maquillaje.

—Esto es un pintalabios raro —dijo al abrir un corrector. 

—Eso no es un pintalabios, es un... ¿Qué estoy diciendo? ¡Fuera de aquí!

—Ah, este es —exclamó con emoción después de olisquear un perfume—. Este es el que huele a cerezas y vainilla. Es mi favorito. 

Dejó el frasco en el tocador y cogió una rosa del florero blanco que había al lado. Se tiró a la cama cómo si fuese lo más normal del mundo y se puso cómodo.

—Ven —palmeó el otro lado de la cama cómo si fuese la suya propia. 

Se me iba a salir el corazón del pecho y mis bragas estaban a punto de caerse. 

Iván Evans estaba en mi habitación. En mi cama. 

Dos años. Dos años desde que había obtenido la última beca para asistir al instituto Westmister y lo había conocido. Dos años en los que corría por mi vida cada vez que se acercaba porque no era capaz de estar a su alrededor sin hacer el ridículo. 

—Deberías irte —Carraspeé y me llevé el pulgar a la boca para mordisquear mi uña acrílica con nerviosismo. 

Dios mío, se veía tan guapo que tenía ganas de llorar. Quería hacerle una foto y empapelar la habitación con ella.  Su pelo estaba revuelto bajo la capucha de su sudadera Nike, y me apetecía ir a revolvérselo aún más. 

—A ver —se puso de pie de un salto y se acercó a mí de forma descarada y coqueta—. Tu amiga ha tenido los cojones de pedirle una cita a mi hermano. Así que si quieres que me vaya, tienes que salir a cenar conmigo el jueves.

Me movió un mechón de pelo detrás de la oreja, y dejó la rosa ahí.

Su cara estaba muy cerca de la mía y mis manos estaban temblando.

¿Y si lo beso? No, no, no. Gianna, céntrate. Sácalo de aquí antes de que te deshereden tus padres y te metan en un convento de monjas. Vale, debía dejar de ser tan dramática.

—No puedo salir el jueves. El viernes y tenemos un trato.

No iba a ser tan tonta como para rechazarlo. Aunque por otra parte debería. Iba a hacer el ridículo. Si, bueno. Las cosas se asumen y ya está. Ya he aceptado.

—Un placer hacer negocios contigo.

Apreté los muslos cuando posó una mano en mi cintura y se acercó aún más. Dejó un suave beso en mi mejilla y se alejó.

—Hasta mañana, señorita actitud.—Fue lo último que dijo antes de salir por la ventana.

Me toqué la cara con la mano y no pude evitar sonreír estúpidamente. 

Almas De TintaWhere stories live. Discover now