El peso de los años (I)

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Está vivo.

Hace menos de quince minutos estuvimos uno frente al otro. Nos tocamos. Casi como si quisiéramos comprobar que ninguno de los dos éramos una ilusión. Él me tocó la frente, luego acarició mi mejilla. Yo acaricié sus cabellos y me aferré a su nuca. Sonreímos con tristeza, alegría, y agonía. Todas las emociones se pelearon por tener un espacio en nuestros rostros. Ninguna ganó.

Nuestros ojos se humedecieron. Se nublaron. Junto con todo lo que nos rodeaba.

Y luego... el momento fue interrumpido.

La puerta del auditórium se abrió de golpe y una persona entró.

Entonces fue como si ese ideal, ese mundo perfecto en el que nos habíamos encontrado se hubiera evaporado y el magnetismo de la realidad nos hubiese jalado con toda su fuerza hacia tierra firme. Nuestra inmediata reacción: separarnos. Fue como un imán. Nos apartamos con brusquedad; o peor aún, con miedo.

Quien había entrado era una mujer de alrededor de treinta años que gozaba de una postura fina y una figura elegante. Tenía un portafolio en la mano, unos lentes de pasta que le daban un aroma intelectual, y una cabellara negra que le caía hasta la cintura.

—Lo lamento —había dicho, su tierno cutis se había tornado enrojecido de la vergüenza al intentar regresar sobre sus pasos.

—Está bien —respondió Stèphane en inglés. Su voz sonó extraña. Nerviosa, tal vez—. ¿Sucede algo, Srta. Newton?

Yo no me moví. Aún estaba procesando la información: Stèphane estaba vivo. Estaba al lado de mí. Estaba hablando con alguien, así que eso confirmaba que no lo estaba imaginando. Era de carne y hueso. Y su voz, aunque era más gruesa y madura, era la misma voz de mi Stèphane. El Stèphane de mis sueños.

—Lo lamento, Sr. Leblanc —dijo la mujer, quien volteó aún más enrojecida—. Pensé que su clase había terminado, vi a los estudiantes salir del salón y pensé...

—No se preocupe. —Esta vez la voz de Stèphane sonó fastidiada, más parecida a la de mis recuerdos. Luego, la mujer me observó con curiosidad, y Stèphane se giró en mi dirección—. Le presento a la Srta. Leblanc, ella es...

Y un silencio cruel y despiadado se apoderó del ambiente.

Mis manos vibraron bajo los bolsillos de mi bata blanca.

La mujer nos observó con perspicacia y pestañeó, curiosa y tal vez confundida por nuestro silencio.

—¿Su hermana, profesor Leblanc? —preguntó.

El viento retumbó y provocó un estruendo brusco en los ventanales del auditórium. De repente, percibí como poco a poco el espacio se transformaba en otro lugar. El pulcro piso de madera se volvió de piedra, los pupitres se convirtieron en árboles secos por el invierno, y la mujer frente a nosotros envejeció hasta volverse una anciana.

Contuve la respiración al reconocer aquel rostro envejecido y esos ojos hundidos y penetrantes.

Pero entonces Stèphane tosió y carraspeó, provocando que mi ilusión se disipara. Pestañeé incrédula, aún sin poder creer lo que había visto.

—¿Necesitaba algo, profesora? —preguntó Stèphane, con un tono mucho más frío al que había usado antes.

La mujer tosió un poco y desvió su mirada al piso con suma vergüenza.

—Lo lamento, profesor, me temo que lo necesitan con urgencia en las oficinas del decanato, es sobre el cambio curricular de este semestre y...

—Entiendo —interrumpió Stèphane—. Estaré allí en un momento.

Las horas que nos pertenecenWhere stories live. Discover now