Día 2: un cuadro de una puesta de sol

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Flowers, painting, childhood

Bruno Bucciarati era un buen estudiante. Era respetuoso, aplicado y siempre hacía los deberes que le mandaban y trataba de estudiar todo lo que podía sin dejar de ayudar a su padre. Incluso cuando le mandaban deberes en el verano, en la época que más ayudaba a su padre, siempre trataba de entregarlo todo. Normalmente no había problema en ninguna asignatura salvo en una, su gran bestia negra. El pequeño Bruno a sus nueve años había descubierto que nada de lo relacionado con las artes iba a ser para él, podía ser dotado para muchas cosas, pero seguía dibujando como un niño de cinco años. Tenía un largo verano por delante, ya lo haría. 

No es que fuera un pueblo especialmente turístico pero la población aumentaba bastante en verano. No es que el pequeño fuese poco sociable, de hecho se le daba bastante bien hablar con la gente, pero la verdad es que no se encontraba cómodo del todo cuando su pequeño mundo se veía invadido de gente que no pertenecía a la zona; y aunque sus posibilidades de jugar con niños de su edad aumentasen considerablemente con esta llegada, no estaba interesado, tenía que ayudar a su padre y eran niños de ciudad.

Los niños que llegaban en verano eran de la ciudad y esos siempre lo trataban como si fuera idiota. Bruno había aprendido a ver la ciudad como si fuera algo terrible y a todos sus habitantes igual desde que su madre los había dejado para irse allí. Los niños de la ciudad eran solamente una variante más de todas las maldades que la ciudad ofrecía.

Ese día en concreto se encontraba en el patio de su casa intentando captar una puesta de sol fallidamente otra vez, se suponía que ese sería un cuadro fácil y accesible incluso para su talento, pero llevaba ya cinco veces en cinco días distintos y el agua con la que limpiaba los pinceles tenía mejor aspecto. Saludó a su anciano vecino al verlo en el camino.

-Ciao Bruno, ¿Qué estás haciendo?

-Signore Abbacchio, estoy intentando hacer la última de mis tareas para el colegio, pero se me da muy mal pintar -le respondió con sinceridad- Creía que podría hacer una puesta de sol, que sería fácil.

-Bueno pequeño, hasta en la simpleza hay dificultad -el anciano se quedó mirándolo un momento- Mi nieto Leone va a venir en unos días a visitarme y puedo pedirle que te ayude si es necesario.

Bruno le insistió en que no era necesario y, como sucede a ciertas edades, pasados un par de días se olvidó totalmente de la conversación que había tenido con su siempre amable vecino. Cinco días en la vida de un niño de su edad podían ser una eternidad.

-Ey, ¿eres Bruno? -escuchó una voz que le llamaba, no alzó la vista de su dibujo- Mi abuelo me ha dicho que te ayude a hacer un dibujo -siguió con tono aburrido.

Bruno levantó la vista de su cuaderno frustrado y se encontró con dos puestas de sol gemelas. No podía decir que el niño se pareciese mucho al señor Abbacchio, era un chico extraño. Tenía el cabello muy claro, la piel muy blanquita y sus ojos eran una mezcla rara entre dorado y morado. Más que un niño, el nieto del signore Abbacchio parecía un ser de un cuento. Tanto que se quedo mirándolo un poco más tiempo del que habría querido. 

-¿También tu te vas a reír de que tengo el pelo raro? -le preguntó a la defensiva. 

Bruno se disculpó y le dijo que lejos de eso, le parecía que tenía el pelo más chulo del mundo, que era como un dibujo animado que ponían por la tarde, que estaban al borde de ponerlos. Y como si ambos hubiesen caído en esa información de golpe, Bruno invitó al niño a verlos en su casa. Al final tuvo que ir su abuelo a recogerlo porque ninguno de los dos se dio cuenta de lo tarde que era.

Leone resultó ser un niño bastante callado, cosa que le gustó a Bruno, la mayoría de los niños de ciudad eran muy ruidosos, como si llevasen el ruido con ellos. No era muy hablador, pero siempre escuchaba y parecía mirarlo todo como si quisiera memorizarlo. Se fijaba en cosas en las que él nunca se había fijado, estaba enseñándole a mirar su pequeño pueblo con otros ojos. Y ese pueblecito en el que estaba su corazón se dio cuenta de que quería que le gustase, así que por primera vez en su vida se vio intentando que a un forastero le gustasen las cosas que le gustaban a él. Había un pequeño campo de verbenas salvajes al que los turistas no solían llegar y se lo presentó. Se dio cuenta de lo ridículo que podía ser al lado de todos los encantos de la ciudad de la que él provenía, pero cuando vio una pequeña sonrisa en su hermoso y normalmente serio rostro, rodeado de esas flores blancas y flores del que él en medio parecía su encarnación humana, las mejillas de Bruno se encendieron años antes de que comprendiese el porque. Leone era como un hada de las flores, aunque nunca se lo dijo, decían que no estaba bien que un niño le dijese eso a otro niño, como mucho a una niña.

-Podrías dibujar estas flores, o algunas otras, seguramente serían más fáciles que una puesta de sol.

Ese mismo día en su casa, Leone dibujo con esmero una de esas flores y se la dejó lista para que solamente tuviera que colorearla. Pero era demasiado tarde, quizás unos días antes le habría parecido la solución a sus problemas, pero después de haber visto los ojos de puesta de sol en el otro niño estaba convencido de que ese tenía que ser su tema.

Unos días en la vida de un niño de esa edad podían ser una vida entera, pero pasarse como un suspiro. Los diez días que Leone pasaría con su abuelo terminaron. Se juraron volver a verse, pero claro, la edad hacía que las promesas se olvidasen. Para uno, que vivió una vida normal hasta entrar en la policía, eso fue un recuerdo feliz borroso rodeado en una infancia tranquila. Para el otro, que se obsesionó hasta conseguir captar la puesta de sol y que no tuvo más veranos normales, fue un recuerdo dorado grabado en su corazón. El signore Abbacchio murió ese mismo invierno, lo que le hizo comprender a Bruno que seguramente no vería más a su nieto, pero los acontecimientos que siguieron al siguiente verano y su encuentro con la mafia se lo confirmaron. 

Una de las pocas cosas que conservó, plegado siempre en su cartera, fue el dibujo de una flor. Era curioso como con el paso de los años el nombre del niño se había borrado, a penas recordaba que era algo de Leo, pero sus ojos no se habían borrado ni un poco de su mente. 

Y diez años después, en un día lluvioso en el que el cielo no se dejaba ver, volvió a encontrarse con unos ojos como la puesta de sol. 

Bruabba week 2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora