-Sueños rotos-

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Enzo se encontraba en su casa haciendo una maleta para un viaje de negocios, cuando recibió una llamada del hospital donde Milay estaba alojada. Había pasado ya más de medio año sin ninguna respuesta de su parte; sin ninguna señal de que fuera a despertar, y con cada día que pasaba, sus esperanzas se apagaban un poco, avivando así sus miedos e inseguridades.

Él sabía que había gente que no despertaba nunca, que era desconectada por sus propios familiares cuando todo rastro de luz dentro de ellos se apagaba, cuando la esperanza se iba y los dejaba siendo solo una cáscara vacía y resignada. Enzo no quería llegar a ese punto, él no podría ser capaz de hacerle eso. No podría... Jamás podría olvidarla a ella, dejarla ir de esa manera tan fría.

Tal vez era egoísta, pero con ella siempre se sentía así. La quería solo para él; quería amarla, cuidarla y sentirla suya por el resto de sus días. Claro que no podía siquiera imaginar... ¡Dios!

Milay era el sinónimo de vida con su vitalidad, alegría y la luz que irradiaba cada vez que sonreía. Incluso estando así, postrada inconsciente sobre una cama, seguía transmitiendo esa paz; esa calma y resplandor que lo había atraído desde el principio.

Si ella moría, él moría también. Puede que no físicamente, pero su alma se apagaría, dejando así solo una sombra de lo que alguna vez fue.

Alejándose de la maleta, cogió el teléfono y lo puso entre su hombro y oreja para terminar de empacar lo que le faltaba.

—Diga —respondió secamente. Su tono era cortante y oscuro, no había sido él mismo desde que había recibido la noticia de que Milay estaba en el hospital, y el tiempo que había pasado solo había servido para amargarlo más. Ella había sido quien endulzaba su vida, quien iluminaba sus días, y sin su presencia, Enzo no sabía qué hacer; no sabía quién era. Su vida era más oscura, como si todos los días estuvieran nublados, y, esta vez, no sabía cuando volvería a salir el sol. O si volvería a hacerlo.

—¿Con Enzo Morell?

Frunció el ceño y dejó su equipaje de lado para poder atender la llamada correctamente. No reconocía esa voz de la oficina, y ellos eran los únicos que alguna vez le hablaban, además de Milay; pero ella no podía ser.

—Sí, él habla.

—Buenas tardes, señor Morell. Le llamamos del hospital Garrahan para informarle sobre la señorita Milay Daza —dijo el hombre al otro lado. Enzo se tensó de inmediato y pudo sentir cómo su corazón comenzaba a latir más rápido por el miedo, el temor de las noticias que vendrían. Se sentó en el borde de su cama, respiró profundo y trató de que su voz saliera lo menos temblorosa posible.

—¿Qué pasa con ella? —preguntó, orgulloso de que su tono no delatara lo asustado que se sentía, lo angustiado que la llamada lo había puesto.

—Lamentamos informarle por este medio que la señorita Daza sufrió de un paro respiratorio esta misma tarde.

—¿Ella...? —No pudo terminar la pregunta. Sentía que, lentamente, su mundo se venía abajo.

—Ella se encuentra bien ahora, señor. Se encuentra estable, pero sin mostrar signos de conciencia. Está conectada para que el oxígeno entre de manera correcta a su cuerpo, ya que sus pulmones no están trabajando como deberían.

Sintió cómo unas garras frías apresaban su corazón y no prestó atención a lo que le seguían diciendo. Si Milay estaba conectada podía significar que no podía respirar por cuenta propia, y eso era una muy mala señal. Y, aunque estaba viva todavía, no quería decir que no podría irse en cualquier momento.

Un nudo se formó en su garganta.

—Gracias por avisarme —dijo tras unos minutos más, en los que la persona al otro lado de la línea siguió propinándole información acerca del estado de su novia.

—No hay de qué, señor. Lo mantendremos informado de la situación.

—Gracias —susurró, y colgó.

Se levantó de la cama sintiendo el cuerpo pesado y se encaminó hacia el pequeño mueble que contenía lo que Milay jamás vio; lo que él nunca tuvo la oportunidad de darle. Abrió el cajón con sumo cuidado y, con delicadeza, sacó una cubo pequeño de terciopelo azul. Acaricio la sedosa capa y, de manera deliberadamente lenta, abrió la tapa reprimiendo un sollozo.

Ahí, frente a él, estaba el anillo con el que le iba a pedir que fuera su esposa la misma tarde que Milay tuvo el accidente. Había planeado llevarla a cenar, tener una pequeña charla mientras paseaban de regreso y, luego, proponérselo bajo el cálido manto de la noche cubriéndolos.

 Un año. Espero un año para hacerlo; para reunir el valor suficiente y ahora, tal vez, nunca tendría la oportunidad de pedírselo.

Un lamento teñido de dolor escapó de la profundidad de su pecho al imaginar su sonrisa inocente, el brillo sensual en su mirada, seguido de un torrente de lágrimas que bañaron su rostro y cuello. Estaba destrozado por dentro. Su Milay, su novia y otra mitad estaba en el filo entre la vida y la muerte.

Las gotas caían sin descanso y manchaban su ropa, pero a él no le importaba, se encontraba inmerso en su dolor, en la lenta aceptación que se fundía en él. Con mucha calma, fue aceptando la verdad; lo que debía hacer por su propio bien. Sabía que, si duraba más tiempo así, se destruiría él mismo; por eso tenía que dejarla ir antes de que fuera demasiado tarde. Tarde para él; para ellos.

Lo pensó un largo tiempo, lo procesó y aceptó. Y por último, se rindió.

Dejando caer el anillo de nuevo en el cajón, cerró su maleta y suspiró.

—Lo siento, Milay, ya no puedo esperar más.



Momentos contigo ✔ [2015]Onde as histórias ganham vida. Descobre agora