La retribución (Extra)

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Para aquellos interesados en Alexander Pierce y Alicia Bennet...

—¿Por qué estás aquí?

El poseedor de la voz rasposa causada por años de humo de cigarrillos le preguntó el chico bonito que se recostaba en la puerta blanca. Aquella hermética y digitalizaba, con una ventanilla apenas más grande que una mano adulta. Los aislaba en una habitación 6X6 con una litera y un retrete de acero que no había sido descargado de desechos.

A el muchacho bonito de ojos grises lo asaltaba el recurrente ataque de ira, que dejaba a su paso nudillos ensangrentados por los golpes a la pared blanquecina de hormigón.

Bullendo de una indignación  basada en creencias y principios erróneos para la sociedad en que vivía. Él... asesino, maltratador, distribuidor de sustancias psicotrópicas, estafador. Hijo ejemplar ante los ojos de la única que lo mimó desde sus entrañas.

—¿Te he dado permiso de hablarme, maldito enfermo? ¿Crees que soy como tú? ¿Licúo las entrañas de las personas que asesino para comerlas con hamburguesas? —protestó él, con veneno rebosando de sus agrietados labios.

—Ah, niño bonito, es un gusto adquirido.

El hombre que lucía como cualquier hombre de familia en un vencindario decente, se recostó en su almohada con los brazos detrás de su cabeza. Mirando los barrotes de la litera de arriba, pero soñando con un paisaje completamente distinto.

—Yo la amaba.

Susurró para sí el muchacho, mientras caminaba todo lo que el pequeño espacio le permitía. Recordando a aquella chica de cabello largo y ojos verdes, sonrisa brillante y personalidad alegre. Desde la primera vez que la vio riendo en la cafetería de aquella escuela había sabido que sería suya. Totalmente, en todos los sentidos.

—Ah, una chica. ¿Que le hiciste? ¿De qué forma dio su último respiro? —soñó despierto su compañero.

—Solo la protegía. Era mía. Yo la cuidaba de que nadie llegara a ella.

—¿Le comprabas flores?

—No.

—¿Te quedabas observandola en vez de ver la televisión con ella?

—No —repitió, parándose a mirarlo irritado.

—¿Le acariciabas el rostro mientras dormía?

—Qué. Mierda.

—¿La llevabas a esos lugares que la hacían sonreír?

Alexander empezó a ponerse rojo y a apretar sus puños.

—Cállate, maldita sea.

Su compañero lo miró con una sonrisa suficiente.

—Entonces, niño bonito, si no hacías esas cosas. ¿Qué clase de amor le ofrecías? —Presumiendo la clase de persona que era el chico.

—¿Dar? ¿Qué hablas, imbecil? Ella me satisfacía, era mía.  Sus lágrimas y sonrisas lo eran todo. —Suspiró y cerró sus ojos, reviviendo un recuerdo que lo llenó de placer— Estaba a mi completa merced, ella vivía para mí, yo le ayudaba a respirar. Sí, eso era amor.

El hombre soltó una carcajada que provocó que los policías de guardia golpearan con la porra su puerta de hierro para acallar su bullicio.

—Pequeño enfermo, me encanta como trabaja tu mente —declaró con una sonrisa, disfrutando la retahíla de confesiones de aquél personaje. Se creía profundamente admirador por cada personalidad enferma de aquél recinto penitenciario. Aquellas revelaciones le aportaban un sinfín de conocimientos que empleaba para controlarlos muy fácilmente dada su trastornada inteligencia.

Una Vida Contigo © Terminada. Where stories live. Discover now