Capítulo 39

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Si cuento las rayas talladas con un lapicero en el arco de madera que dividía la sala de la cocina, podía tener los días que había estado encerrada en la última torre del castillo. Custodiada por un infame chico que había hecho su metamorfosis a un hombre incluso más manipulador y violento que hace años.

Uno, dos, tres... veintiún rayitas, equivalentes a tres semanas confinada.

Deslice mi uña del pulgar por el surco de una de ellas mientras apoyaba mi cabeza en el arco y dejaba que cayera otra lágrima.

En la soledad del apartamento de dos habitaciones el hoyo negro se sentía más infinito que nunca. Soledad, miedo y ansiedad era lo que se había arraigado en mí. Un refugio de autoprotección ante cualquier ataque, porque si seguía sintiéndome así, al menos podría reaccionar en la medida de estos. Pero no evitaban que el hoyo redujera su caída libre. Lo aumentaba.

Todo era negro mientras escuchaba el constante zumbar de los electrodomésticos, el leve rugido del aire acondicionado y la vida pasar en el pasillo detrás de la puerta trancada con una serie de cerraduras de las cuales yo carecía de llaves.

Mis oídos eran atentos y captaban tres vueltas del mental. Después mis dedos los buscaron y lo confirmaron. Ahí me di cuenta que no era solo una estadía temporal, era un cautiverio que solo acababa de empezar.

Estrelle mi espalda contra la madera y deslice mi cuerpo hasta el piso. Apoyé mis codos en mi rodillas flexionadas y enterré mi cara en mis manos. Respiré profundo. Tan profundo y aún así la presión en mi pecho no desapareció. Ese nudo permanente en mi garganta aún seguía ahí estancado y las lágrimas seguían trazando su camino en mi rostro. Se me había olvidado como respirar.

Me ahogaba. Mi pecho sentía la presión del desastre de mi vida. Traté de liberarlo con un sollozo que resonó en toda la habitación. No funcionó. Ni siquiera cuando llegó Scott intentando de nuevo sacarme una sonrisa que no había apreciado desde que salimos de la casa. Tenía toda la clasificación de malo rodeándome, pero él era mi salvavidas.

Cuando aquella noche inundaba el auto de Alexander con silenciosos sollozos, él los detuvo con un ladrido que me quitó al menos unos kilos del peso que tenía encima.

Lo siguió haciendo bien cuando Alex se ponía de los nervios con mi ceguera y empezaba a proferir insultos a diestra y siniestra con su sonora voz. Scott le gruñía y ladraba como si supiera que él efectivamente era la amenaza. El susodicho se alejaba siseando por lo bajo maldiciones al perro, amenazando con llevarlo de nuevo con mi madre.

Nunca estuve tan agradecida en mi vida del dulce labrador. Pensamiento que solo me dirigía a Daniel ya que fue también Scott quién lo atrajo hasta mí.

Eso me encogía el corazón y traía consigo más lágrimas porque sabía que la oportunidad que teníamos de ver que nos deparaba la vida se nos había arrebatado por terceros que no querían ver nuestros caminos uniéndose.

Tal solo imaginar su toque provocaba que mi furia e impotencia se desatara por la injusticia. En mi cuarto día de confinamiento terminé en el piso con quien sabe qué cosas desperdigadas a mí al rededor, producto de la ira que había dado paso a la angustia.

No me importaba. Había perdido lo que era tan importante para mí, mi libertad. Algo que había conseguido no hace más que unas cuantas lunas. La había probado, la había tomado en mis manos, abrazado y me había sido arrancada como juguete a un niño. Como quien lo regaña y vocifera que no es tuyo para jugar. Que no eres nadie para tenerlo.

Estaba agotada. Emocionalmente no podía más y eso de alguna u otra manera afectaba mi cuerpo. Los días pasaban y yo seguía sintiendo más debilidad en mis extremidades. Más dolores de cabeza, más fatigas. Mi cuerpo variaba de una temperatura a otra. Mi ansiedad podía conmigo.

Una Vida Contigo © Terminada. Where stories live. Discover now