Hasta mañana

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En casa nunca se decía "adiós". Era una palabra prohibida, casi un tabú. Aunque de esto no me di cuenta hasta muchos años después, cuando ya de adulta eché la vista atrás.

Como un encantamiento, mis padres siempre se despedían con un "hasta luego", "hasta pronto", "nos vemos"... dejando implícito en sus palabras que pasara lo que pasara volverían a encontrarse. Era una magia íntima y secreta que compartían dulcemente con sus seres queridos.

Y sin saberlo yo crecí sin la palabra adiós en mi vocabulario, con la promesa de que las despedidas nunca son para siempre.

Ni siquiera cuando a comienzos de la primavera del 2020 mi madre se cortó el cabello como un muchacho y se fue de casa.

Recuerdo el halo de sus rizos castaños en el suelo del baño y su sonrisa rebelde en el espejo. Me maravillé secretamente con que siguiera igual de guapa, con los ojos brillantes con sentimientos que yo no era capaz de comprender.

Cuando me vio su sonrisa se tornó entre grande y amarga, me acogió en sus brazos y me dio un beso en el pelo, en mi pequeña mata de rizos que simulaba la suya.

Me fascinó. En las últimas semanas los besos y los abrazos habían sido un bien escaso. Cuando mamá llegaba a casa del trabajo no me cogía en brazos y me comía a besos como de costumbre, sino que escondida tenía que esperar a que se despojara del abrigo, se descalzara las zapatillas con calzas, se despojara de la mascarilla que apagaba su sonrisa y corriera a la ducha. Y solo después, cuando estaba bien frotada y limpia, podíamos papá y yo acercarnos y darle un gran abrazo. A falta de poder dar muchos abrazos, los abrazos se volvieron más grandes y largos.

Pero ninguno fue nunca tan largo y tan grande como el de aquella tarde, cuando con poco más que una mochila a la espalda, mamá salió por la puerta y se despidió sin un adiós.

Me había explicado que no podía salir a la calle, ni ir a la escuela, ni visitar a los abuelos porque había un virus malo en la calle. Y que si todos nos escondíamos en casa se iría porque no vería a nadie en la calle a quien atacar. Papá me explicó también que mamá iba a combatir aquel virus malvado al que yo siempre me imaginaba con corona por alguna extraña razón, que era una superheroína con bata blanca, máscara y calzas.

Me despedí de ella con una mezcla gigantesca de pena, miedo y orgullo. Y sin un adiós.

Aprendí a dibujarla así, con su traje de heroína, a contar las nubes blancas desde la ventana y a abrazarla a través de una pantalla, donde las conversaciones y las caricias sin calor podían alargarse horas. Despidiéndonos siempre con un "hasta mañana".

Aún creo que fue aquel hechizo mudo la que la mantuvo a salvo y una mañana nos la trajo de vuelta con su mata de rizos revuelta, los ojos brillantes y una sonrisa tan grande que no le entraba en la cara.

Aquella noche mis padres bailaron en el salón hasta la madrugada. Cuando creían que yo dormía me deslicé de la cama y los observé mecerse en los brazos del otro dibujando arcos con los pies descalzos y comiéndose con la mirada. Me arrulló en el sueño la música tropical y el dulce tintineo de sus risas entremezcladas.

Nunca jamás le he dicho adiós a nadie. Ese embrujo me ha acompañado toda mi vida.

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