El centímetro de su falda

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A menudo la recuerdo con su falda siempre un centímetro demasiado corta por encima de las rodillas. Un acto de rebeldía. Y su mano ágil en los pasillos del colegio, desabrochando el botón de la cintura y bajando con premura aquella falda para cubrirse con burlona modestia las rodillas cada vez que un profesor se aproximaba.

Como olvidar su sonrisa, demasiado grande para aquellas aulas enrarecidas con olor a sotana y normas infinitas. Sus carcajadas demasiado altas, contagiosas, resonando con eco, testarudas, por encima de todas las voces demudadas de aquella prisión que se hacía llamar escuela.

Ella que hablaba de bandas de rock con los ojos brillantes mientras tocaba Chopin al piano. También ella con la cabeza llena de países exóticos y festivales de música, soñando despierta porque la vida se le pasaba dormida, encorsetada en la rigidez de la rutina, esperando al chófer que la llevaba de casa a clase y de clase a casa. En un ciclo infinito del día de la marmota.

Pero sobretodo la recuerdo aquella noche, en la habitación de hotel que nos había conseguido su padre para celebrar nuestro último verano. Descalza y despeinada, con la melena al viento y la botella de champán en una mano (champán, no cava). Asomada al balcón, bebiendo a morro y riendo, cantando, bailando... Tan ella, tan libre. Su silueta recortada contra el mar y la noche y los fuegos artificiales de fondo, coronándola de colores.

Aún puedo saborear su aliento sobre mi cara y sus labios cerca, demasiado cerca, lustrosos de besar el cuello de la botella.

Y me pregunto que hubiera sido de nosotras de no haber sido yo tan cobarde. Si hubiera tenido el valor de acortar mi propia falda, de reír más alto, de gritar mis sueños, de admirarla a voces en vez de en silencio. Y sobretodo de besar sus labios aquella noche, de beberla a  morro, hasta desteñir el carmín de sus labios.

Nos pasó la vida. Yo que creí que seríamos eternas. Pero como a todos nos arrolló el tiempo y nos separó, difuminando aquellos mágicos 18 años.

La quise con el fuego lento, tímido, medroso de los primeros amores. La quise con la hoguera interior que consume a los amores secretos.

Y aún hoy a veces la quiero. No a ella, su versión adulta, la perfecta desconocida en que se ha convertido y con la que tal vez un día me cruce en la calle y nos saludemos con besos, de esos falsos que solo besan aire, sin saber que decir.

No, sigo un poco enamorada de aquella niña rebelde que habita mis recuerdos. Del esbozo de mujer en que prometía metamorfosear. Del capullo de rosa que tímidamente se comenzaba a abrir al despertar de la sensualidad.

Sigo un poco enamorada de todo lo que fuimos y sobretodo,  de todo lo que nunca llegamos a ser.

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