Capítulo XXXI

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Con, qué vicios y por qué grados fue creciendo en los romanos el deseo de reinar

Y ¿cómo había de aquietarse este deseo en aquellos ánimos soberbios, sino hasta el instante mismo en que con la continuación de los honores acabase de llegar la potestad real que a todos sujetase? Lo cierto es que no hubiera habido posibilidad para continuar tales dignidades, sino prevaleciera la ambición. Tampoco hubiera dominado la ambición si no fuera porque ya Roma estaba estragada con la abundancia de riquezas, deleites y festines; es innegable que el pueblo llegó a ser codicioso y vicioso en su trato y regalo por las propiedades pasadas, como sentía prudentemente el insigne Nasica, cuando era de dictamen que no se destruyese la ciudad más populosa, más fuerte y más poderosa de los enemigos, a fin de que el terror refrenase el apetito, y, moderado éste, no excediese en sus regalos y deleites; templados éstos no creciese la codicia, y, atajados estos vicios, floreciese y se fomentase la virtud, importante para la existencia del poder romano, permaneciendo y conservándose consiguientemente la libertad que, naturalmente, había de seguir a esta virtud. De estos principios y del aplaudido amor a la patria procedió lo que el mismo pontífice máximo (escogido por el Senado unánimemente como el varón más insigne en bondad) impidió para evitar graves inconvenientes, y fue que, teniendo resuelto el Senado fabricar un amplio teatro, puso en juego toda su elocuencia para persuadir que no debía ejecutarse, haciendo ver a aquel respetable Congreso en un enérgico discurso no era conveniente permitiesen el que se introdujesen paulatinamente en las varoniles costumbres de su patria los deleites, sensualidades y regalos de Grecia, y menos, consintiesen en que una peregrina superfluidad y fausto se estableciese, pues no serviría más que para destruir y corromper el valor y virtud romana. Fue tan eficaz el raciocinio de Nasica y tanta impresión hizo en los ánimos de los magistrados, que, movidos de sus poderosas razones, ordenaron los senadores que de allí adelante no se pusiesen los bancos o escaños que entonces solían poner en lugar de teatro y acostumbraban a usar para ver los juegos. ¿Con cuánta diligencia hubiera desterrado, Nasica de Roma los juegos escénicos si se hubiera atrevido a oponerse a la autoridad de los que él tenía por dioses y no sabía que eran demonios? Y, en caso que lo supiese, creía que primero debía aplacarles con las funciones que menospreciarles, pues en estos tiempos aún no se había declarado ni predicado a las gentes la doctrina del Cielo, la cual, purificando el corazón con la fe, pudiera enderezar el afecto humano para procurar con humildad las cosas celestiales librándole al mismo tiempo de la sujeción de los demonios.

La ciudad de Dios: Libro IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora