Capítulo IX

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De las causas por qué castiga Dios juntamente a los buenos y a los malos

¿Qué han padecido los cristianos aquella común calamidad, que, considerado con imparcialidad, no les haya valido para mayor aprovechamiento suyo? Lo primero, porque reflexionando con humildad los pecados por los cuales indignado Dios ha enviado al mundo tantas calamidades, aunque ellos estén distantes de ser pecaminosos, viciosos e impíos, con todo, no tienen por tan exentos de toda culpa que puedan persuadirse no merecen la pena de las calamidades temporales. Además de esto, cada uno, por más ajustado que viva, a veces se deja arrastrar de la carnal concupiscencia, y aunque no se dilate hasta llegar a lo sumo del pecado, al golfo de los vicios y a la impiedad más abominable, sin embargo, degeneran en pecados, o raros, o tanto más ordinarios cuanto son más ligeros. Exceptuados éstos, ¿dónde hallaremos fácilmente quien a estos mismos (por cuya horrenda soberbia, lujuria y avaricia, y por cuyos abominables pecados e impiedades, Dios, según que nos lo tiene amenazado repetidas veces por los Profetas, envía tribulaciones a la tierra) les trate del modo que merecen y viva con ellos de la manera que con semejantes debe vivirse? Pues de ordinario se les disimula, sin enseñarlos ni advertirlos de su fatal estado, y, a veces ni se les increpa ni corrige, ya sea porque nos molesta esa fatiga tan interesante al bien de las almas, ya porque nos causa pudor ofenderles cara a cara, reprendiéndoles sus demasías, ya porque deseamos excusar enemistades que acaso nos impidan y, perjudiquen en nuestros intereses temporales o en los que pretende nuestra ambición o en los que teme perder nuestra flaqueza; de, modo que, aunque a los justos ofenda y desagrade la vida de los pecadores, y por este motivo no incurran al fin en el terrible anatema que a los malos les está prevenido en el estado futuro, con todo, porque perdonan y no reprenden los pecados graves de los impíos, temerosos de los suyos, aunque ligeros y veniales, con justa razón les alcanza juntamente con ellos el azote temporal de las desdichas, aunque no el castigo eterno y, las horribles penas del infierno. Así pues, con justa causa gustan de las amarguras de esta vida, cuando Dios los aflige juntamente con los malos, porque, deleitándose en las dulzuras del estado presente, no quisieron mostrarles la errada senda que seguían cuando pecaban, y siempre que cualquiera deja de reprender y, corregir a los que obran mal, porque espera ocasión más oportuna, o por que recela que los pecadores pueden empeorarse con el rigor de sus correcciones, o porque no impidan a los débiles, necesitados de una doctrina sana, que vivan ajustadamente, o los persigan y separen de la verdadera creencia, no parece que es ocasión de codicia, sino consejo de caridad. La culpa está en que los que viven bien y aborrecen los vicios de los malos, disimulan los pecados de aquellos a quienes debieran reprender, procurando no ofenderlos porque no les acusen de las acciones que los inocentes usan lícitamente; aunque este saludable ejercicio deberían practicarlo con aquel anhelo y, santo celo del que deben estar internamente inspirados los que se contemplan como peregrinos en este mundo y, únicamente aspiran a obtener la dicha de gozar la celestial patria en esta suposición, no sólo los flacos, los que viven en el estado conyugal y, tienen sucesión o procuran tenerla y, poseen casa y, familias (con quienes habla el Apóstol, enseñándoles y, amonestándolos cómo deben vivir las mujeres con sus maridos y éstos con aquéllas, los hijos con sus padres y los padres con sus hijos, los criados con sus señores y, los señores con sus criados) procuran adquirir las cosas temporales y, terrenas, perdiendo su dominio contra su voluntad, por cuyo respeto no se atreven a corregir a aquellos cuya vida escandalosa y abominable les da en rostro, sino también los que están ya en estado de mayor perfección, libres del vinculo y obligaciones del matrimonio, pasando su vida con una humilde mesa y traje; éstos, digo, por la mayor parte, consultando a su fama y bienestar, y temiendo las asechanzas y violencias de los impíos, dejan de reprenderlos; y aunque no los teman en tanto grado que para hacer lo mismo que ellos se rindan a sus amenazas y maldades, con todo, aquellos pecados en que no tienen comunicación unos con otros, por lo común no los quieren reprender, pudiendo, quizá, con su corrección lograr la enmienda de algunos, y, cuando ésta les parece imposible, recelan que por esta acción, llena de caridad, corra peligro su crédito y Vida; no porque consideren que su fama y vida es necesaria para la utilidad y enseñanza del prójimo, sino porque se apodera de su corazón flaco la falsa idea de que son dignas, de aprecio las lisonjeras razones con que los tratan los pecadores, y que, por otra parte, apetecen vivir en concordia entre los hombres durante la breve época de su existencia; y, si alguna vez temen la critica del vulgo y el tormento de la carne o de la muerte, esto es por algunos efectos que produce la codicia en los corazones, y no por lo que se debe a la caridad. Esta, en mi sentir, es una grave causa, porque juntamente con los malos atribula Dios a los buenos cuando quiere castigar las corrompidas costumbres con la aflicción de las penas temporales. A un mismo tiempo derrama sobre unos y otros las calamidades y los infortunios, no porque juntamente viven mal, sino porque aman la vida temporal como ellos, y estas molestias que sufren son comunes a los justos y a los pecadores, aunque no las padecen de un mismo modo; por esta causa los buenos deben despreciar esta vida caduca y de tan corta duración, para que los pecadores, reprendidos con sus saludables consejos, consigan la eterna y siempre feliz; y cuando no quieren asentir a tan santas máximas ni asociarse con los buenos para obtener el último galardón, los debemos sufrir y amar de corazón, porque mientras existen en esta vida mortal, es siempre problemático y dudoso si mudarán la voluntad volviéndose a su Dios y Criador. En lo cual no sólo son muy desiguales, sino que están más expuestos a su condenación aquellos de quienes dice Dios por su Profeta: «El otro morirá, sin duda, justamente por su pecado, pero a los centinelas yo los castigaré como a sus homicidas», porque para este fin están puestas las atalayas o centinelas, esto es, los Propósitos y Prelados eclesiásticos, para que no dejen de reprender los pecados y procurar la salvación de las almas; mas no por eso estará totalmente exento de esta culpa aquel que, aunque no sea Prelado, con todo, en las personas con quienes vive y conversa ve muchas acciones que reprender, y no lo hace por no chocar con sus índoles y genios fuertes, o por respeto a los bienes que posee lícitamente, en cuya posesión se deleita más de lo que exige la razón. En cuanto a lo segundo, los buenos tienen que examinar otra causa, y es el por qué Dios los aflige con calamidades temporales, como lo hizo Job, y, considerada atentamente, conocerá que el Altísimo opera con admirable, probidad y por un medio tan esencial a nuestra salud, para que de este modo se conozca el hombre a sí mismo y aprenda a amar a Dios con virtud y sin interés. Examinadas atentamente estas razones, veamos si acaso ha sucedido algún trabajo a los fieles y temerosos de Dios que no se les haya convertido en bien, a no ser que pretendamos decir es vana aquella sentencia del apóstol, donde dice. «Que es infalible que a los que aman a Dios, todas las cosas, así prósperas como adversas, les son ayudas de costa para su mayor bien.»

La ciudad de Dios: Libro IWhere stories live. Discover now