Capítulo VI

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Que ni los mismos romanos jamás entraron por fuerza en alguna ciudad de modo que perdonasen a los vencidos que se guarecían en los templos

Pero ¿qué necesidad hay de discurrir por tantas naciones que han sostenido crueles guerras entre sí, las que no perdonaron a los vencidos que se acogieron al sagrado de sus templos? Observemos a los mismos romanos, recorramos el dilatado campo de su conducta, y examinemos a fondo sus prendas, en cuya especial alabanza se dijo: «que tenían por blasón perdonar a los rendidos y abatir a los soberbios»; y que siendo ofendidos quisieron más perdonar a sus enemigos que ejecutar en sus cervices la venganza. Pero, supuesto que esta nación avasalladora conquistó y saqueó un crecido número de ciudades que abrazan casi el ámbito de la tierra, con sólo el designio de extender y dilatar su dominación e imperio, dígannos si en alguna historia se lee que hayan exceptuado de sus rigores los templos donde librasen sus cuellos los que se acogían a su sagrado. ¿Diremos, acaso, que así lo practicaron, y que sus historiadores pasaron en silencio una particularidad tan esencial? ¿Cómo es posible que los que andaban cazando acciones gloriosas para atribuírselas a esta nación belicosa, buscándolas curiosamente en todos los lugares y tiempos, hubieran omitido un hecho tan señalado, que, según su sentir, es el rasgo característico de la piedad, el más notable y digno de encomios? De Marco Marcelo, famoso capitán romano que ganó la insigne ciudad de Siracusa, se refiere que la lloró viéndose precisado a arruinarla, y que antes de derramar la sangre de sus moradores vertió él sobre ella sus lágrimas, cuidó también de la honestidad, queriendo se observase rigurosamente este precepto, a pesar de ser los siracusanos sus enemigos. Y para que todo esto se ejecutase como apetecía, antes que como vencedor mandase acometer y dar el asalto a la ciudad, hizo publicar un bando por el que se prescribía que nadie hiciese fuerza a todo el que fuese libre; con todo, asolaron la ciudad, conforme al estilo de la guerra, y no se halla monumento que nos manifieste que un general tan casto y clemente como Marcelo mandase no se molestase a los que se refugiasen en talo cual templo. Lo cual, sin duda, no se hubiera pasado por alto, así como tampoco se pasaron en silencio las lágrimas de Marcelo y el bando que mandó publicar en los reales a favor de la honestidad. Quinto Fabio Máximo, que destruyó la ciudad de Tarento, es celebrado porque no permitió se saqueasen ni maltratasen las estatuas de los dioses. Esta orden procedió de que, consultándole su secretario qué disponía se hiciese de las imágenes y estatuas de los dioses, de las que muchas habían sido ya cogidas, aun en términos graciosos y burlescos, manifestó su templanza, pues deseando saber de qué calidad eran las estatuas, y respondiéndole que no sólo eran muchas en número y grandeza, sino también que estaban armadas, dijo con donaire: «Dejémosles a los tarentinos sus dioses airados.» Pero, supuesto que los historiadores romanos no pudieron dejar de contar las lágrimas de Marcelo, ni el donaire de Fabio, ni la honesta clemencia de aquél y la graciosa moderación de éste, ¿cómo lo omitieran si ambos hubiesen perdonado alguna persona por reverencia a alguno de sus dioses, mandando que no se diese muerte ni cautivase a los que se refugiasen en el templo?

La ciudad de Dios: Libro IWhere stories live. Discover now