Capítulo XV

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De Régulo, en quien hay un ejemplo de que se debe sufrir el cautiverio aun voluntariamente por la religión, lo que no pudo aprovecharle por adorar a los dioses

Los contrarios de nuestra religión tienen entre sus varones insignes un noble ejemplo de cómo debe sufrirse voluntariamente el cautiverio por causa de la religión. Marco Atilio Régulo, general del ejército romano, fue prisionero de los cartagineses, quienes teniendo por más interesante que los romanos les restituyesen los prisioneros, que ellos tenían que conservar los suyos, para tratar de este asunto enviaron a Roma a Régulo en compañía de sus embajadores, tomándole ante todas cosas juramento de qué si no se concluía favorablemente lo que pretendía la República, se volvería a Cartago. Vino a Roma Régulo, y en el Senado persuadió lo contrario, pareciéndole no convenía a los intereses de la República romana el trocar los prisioneros. Concluido este negocio, ninguno de los suyos le forzó a que volviese a poder de sus enemigos; pero no por eso dejó Régulo de cumplir su juramento. Llegado que fue a Cartago, y dada puntual razón de la resolución del Senado, resentidos los cartagineses, con exquisitos y horribles tormentos le quitaron la vida, porque metiéndole en un estrecho madero, donde por fuerza estuviese en pie, habiendo clavado en él por todas partes agudísimos puntas, de modo que no pudiese inclinarse a ningún lado sin que gravemente se lastimase, le mataron entre los demás tormentos con no dejarle morir naturalmente. Con razón, pues, celebran la virtud, que fue mayor que la desventura, con ser tan grande; pero, sin embargo estos males le vaticinaban ya el juramento que había hecho por los dioses, quienes absolutamente prohibían ejecutar tales atrocidades en el género humano, como sostienen sus adoradores. Mas ahora pregunto: si esas falsas deidades, que eran reverenciadas de los hombres para que los hiciesen prósperos en la vida presente, quisieron o permitieron que al mismo que juró la verdad se le diesen tormentos tan acerbos, ¿qué providencia más dura pudieran tomar cuando estuvieran enojados con un perjuro? Pero, por cuanto creo que con este solo argumento no concluiré ni dejaré convencido lo uno ni lo otro, continúo así. Es cierto que Régulo adoró y dio culto a los dioses, de modo que por la fe del juramento ni se quedó en su patria ni se retiró a otra parte, sino que quiso volverse a la prisión, donde había de ser maltratado de sus crueles enemigos; si pensó que esta acción tan heroica le importaba para esta vida, cuyo horrendo fin experimentó en sí mismo, sin duda, se engañaba; porque con su ejemplo nos dio un prudente documento de que los dioses nada contribuían para su felicidad temporal, pues adorándolos Régulo fue, sin embargo, vencido y preso, y porque no quiso hacer otra cosa, sino que cumplir exactamente lo que había jurado por los, falsos dioses, murió atormentado con un nuevo nunca visto y horrible género de muerte; pero si la religión de los dioses da después de esta vida la felicidad, como por premio, ¿por qué calumnian a los tiempos cristianos, diciendo que le vino a Roma aquella calamidad por haber dejado la religión de sus dioses? ¿Pues, acaso, reverenciándoles con tanto respeto, pudo ser tan infeliz como lo fue Régulo? Puede que acaso haya alguno que contra una verdad tan palpable se oponga todavía con tanto furor y extraordinaria ceguedad, que se atreva a defender que, generalmente, toda una ciudad que tributa culto a los dioses no puede serlo, porque de estos dioses es más a propósito el poder para conservar a muchos que a cada uno en particular, ya que la multitud consta de los particulares. Si confiesan que Régulo, en su cautiverio y corporales tormentos, pudo ser dichoso por la virtud del alma, búsquese antes la verdadera virtud con que pueda ser también feliz la ciudad, ya que la ciudad no es dichosa por una cosa y el hombre por otra, pues la ciudad no es otra cosa que muchos hombres unidos en sociedad para defender mutuamente sus derechos. No disputo aquí cuál fue la virtud de Régulo; basta por ahora decir que este famoso ejemplo les hace confesar, aunque no quieran, que no deben adorarse los dioses por los bienes corporales o por los acaecimientos que exteriormente sucedan al hombre, puesto que el mismo Régulo quiso más carecer de tantas dichas que ofender a los dioses por quienes había jurado. ¿Pero, qué haremos con unos hombres que se glorían de que tuvieron tal ciudadano cual temen que no sea su ciudad, y si no temen, confiesan de buena fe que casi lo mismo que sucedió a Régulo pudo suceder a la ciudad, observando su culto y religión con tanta exactitud como él, y dejen de calumniar los tiempos cristianos? Mas por cuanto la disputa empezó sobre los cristianos, que igualmente fueron conducidos a la prisión y al cautiverio, dense cuenta de este suceso y enmudezcan los que por esta ocasión, con desenvoltura e imprudencia, se burlan de la verdadera religión; porque si fue ignominia de sus dioses que el que más se esmeraba en su servicio por guardarles la fe del juramento creciese de su patria, no teniendo otra; y que, cautivo en poder de sus enemigos, muriese con una prolija muerte y nuevo género de crueldad, mucho menos debe ser reprendido el nombre cristiano por la cautividad de los suyos, pues viviendo con la verdadera esperanza de conseguir la perpetua posesión de la patria celestial, aun en sus propias tierras saben que son peregrinos.

La ciudad de Dios: Libro IWhere stories live. Discover now