Capítulo XXX

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Que desean abundar en abominables prosperidades los que se quejan de los tiempos cristianos

Si viviera aquel insigne Escipión Nasica, que fue ya vuestro pontífice (a quien, al mismo tiempo que estaba más encendida la segunda guerra Púnica, burlando la República una persona de la más excelente bondad para recibir la madre de los dioses que transportaban de Frigia, le escogió unánimemente todo el Senado para desempeñar este honorífico encargó), este ínclito héroe, el grande Escipión, digo, cuyo mismo rostro no os atreveríais a mirar, él reprimiría vuestra altanería. Porque, pregunto, si queréis que os diga mi sentir: cuando os veis afligidos con las adversidades, ¿acaso os quejáis por otro motivo de los tiempos cristianos, sino porque apetecéis tener seguros y libres de temores vuestros deleites, vuestros apetitos, y entregaros a una vida viciosa, sin que en ella se experimente molestia ni pena alguna? Y la razón es obvia y convincente, porque vosotros no deseáis la paz y abundancia de bienes para usar de ellos honestamente, es decir, con sobriedad, frugalidad y templanza, sino para buscar con inmensa prodigalidad infinita variedad de deleites, y lo que sucede entonces es que, con las prosperidades, renacen en la vida y las costumbres unos males e infortunios tan intolerables, que hacen más estragos en los corazones humanos que la furia irritada de los enemigos más crueles. Aquel Escipión, vuestro pontífice máximo, aquel grande hombre; superior en bondad a todos los patricios romanos, según el juicio del Senado, temiendo en vosotros esta calamidad, resistía a la destrucción de Cartago, émula y competidora en, aquella época del pueblo romano, contradiciendo a Catón, cuyo dictamen era se destruyese temeroso del ocio y de la seguridad, que es enemiga de los ánimos flacos, y viendo que era importante y necesario el miedo, como tutor idóneo de la flaqueza infantil de sus ciudadanos; mas no se engañó en este modo de pensar, porque la experiencia acreditó cuán cierto era lo que exponía, pues, destruida Cartago, esto es, habiendo ya sacudido y desterrado de sus ánimos el terror que tenía amedrentados a los romanos, inmediatamente se sucedieron tan crecidos males, nacidos de las prosperidades, que; rota la concordia primeramente con las sediciones populares, crueles y sangrientas, después, enlazándose unas revoluciones con otras, con las guerras civiles, se hizo tanto estrago, se derramó tanta sangre, creció tan insensiblemente la bárbara crueldad de las prescripciones y robos, que aquellos mismos ínclitos romanos que, viviendo moderadamente, temían recibir algún daño de sus enemigos, perdida la moderación y la inocencia de costumbres, vinieron a padecer terribles infortunios, ejecutados por la fiera mano de sus propios ciudadanos; finalmente, el insaciable apetito de reinar, que entre los otros vicios comunes a todos los hombres ocupaba el primer lugar, especialmente en los corazones de los romanos, después que salió con victoria respecto de muy pocos, y ésos no muy poderosos, al fin, habiendo quebrantado las fuerzas de los demás, los vino a oprimir también con duro yugo de la servidumbre.

La ciudad de Dios: Libro IWhere stories live. Discover now