Capítulo IV

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Cómo el asilo de Juno, lugar privilegiado que había en Troya para los delincuentes, no libró a ninguno de la furia, de los griegos, y cómo los templos de los Apóstoles ampararon del furor de los bárbaros a todos los que se acogieron a ellos

La misma Troya, como dije, madre del pueblo romano, en los lugares consagrados a sus dioses no pudo amparar a los suyos ni librarlos del fuego y cuchillo de los griegos, siendo así qué era nación que adoraba unos mimos dioses por el contrario, «pusieron en el asilo y templo de Juno a a Fénix, y al bravo Ulises para guarda del latín. Aquí depositaban las preciosas alhajas de Troya que conducían de todas partes, las que extraían de los templos, que incendiaron las mesas de los dioses, los tazones de oro macizo y las ropas que robaban; alrededor estaban los niños y sus medrosas madres, en una prolongada fila, observando el rigor del saqueo. En efecto; eligieron un templo consagrado a la deidad de Juno, no con el ánimo de que de él no se pudiesen extraer los cautivos, sino para que dentro de su amplitud fuesen encerrados con mayor seguridad. Coteja, pues, ahora aquel asilo y lugar privilegiado, no como quiera dedicado a un dios ordinario o de la turba común, sino consagrado a la hermana y mujer del mismo Júpiter y reina de todas las deidades, con las iglesias de nuestros Santos Apóstoles, y observa si puede formarse paralelo entre unos y otros asilos. En Troya, los vencedores conducían, como en triunfo, los despojos y preseas que habían robado de los templos abrasados y de las estatuas y tesoros de los Dioses, con ánimo de distribuir la presa entre todos y no de comunicarla o restituirla a los miserables vencidos; pero en Roma volvían con reverencia y decoro las alhajas, que, hurtadas en diversos lugares, averiguaban pertenecían él los templos y santas capillas. En Troya, los vencidos perdían la libertad, y, en Roma, la conservaban ilesa con todas sus pertenencias. Allá prendían, encerraban y cautivaban a los vencidos, y acá se prohibía rigurosamente el cautiverio. En Troya encerraban y aprisionaban los vencedores a los que estaban señalados para esclavos, y en Roma conducían piadosamente los godos a sus respectivos hogares los que habían de rescatar y poner en libertad. Finalmente, allá la arrogancia y ambición de los inconstantes griegos escogió para sus usos y quiméricas supersticiones el templo de Juno; acá la misericordia y respeto de los godos (a pesar de ser nación bárbara e indisciplinada) escogió las iglesias de Cristo para asilo y amparo de sus fieles. Si no es que quieran decir que los griegos, en su victoria, respetaron los templos de los dioses comunes, no atreviéndose a matar ni cautivar en ellos a los miserables y vencidos troyanos que a ellos se acogían. Y concedido esto, diremos que Virgilio mintió o fingió aquellos sucesos conforme al estilo de los poetas; pero lo cierto es que él nos pintó con los más bellos coloridos la práctica que suelen observar los enemigos cuando saquean y destruyen las ciudades.

La ciudad de Dios: Libro IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora