Capítulo 17 (Parte 2)

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Antes de que Marcus abra la boca digo mi nombre en voz alta, sin temblar, tal y como he visto hacer a los otros Aspirantes.

—Leia Sunshine.

Nuestro sargento pasa una hoja en su cuaderno y en una nueva, lo apunta. Luego toma el cronómetro que cuelga de su cuello y hace una cuenta atrás desde tres.

Tres…

Cojo aire.

Dos…

Lo expulso.

Uno…

Me tiemblan las manos.

“¡Ya!”

Empiezo a correr a una velocidad quizá mayor de lo que me esperaba. Noto las piernas rígidas, como si fueran de acero. Como si llevara varios días tumbada sin moverme, y estuviesen dormidas. Sea como sea, las obligo a moverse.

Los ojos ariscos y ansiosos de Marcus desaparecen, al igual que los de todos los demás Aspirantes, y de repente, solo estoy yo.

Respiro por la boca, tomando grandes y rápidas bocanadas. Mi respiración entrecortada es audible por encima del barullo incesante de mi cerebro.

Llego a los steps.

Primer salto. Tropiezo y me desequilibro al juntar los pies en el aire. Segundo salto. Esta vez echo el cuerpo un poco hacia atrás para evitar repetir el fallo anterior. Tercer salto. Me preparo para el más difícil. Cuarto salto.

Me impulso y separando los pies, pego las rodillas a mi cuerpo hasta casi rozar el pecho. Mis pies se separan del escalón y por un segundo todo se detiene; estoy en el aire, paralizada, y no me atrevo a mirar abajo. El momento pasa y caigo, moviendo los brazos. Aterrizo con demasiado impulso hacia delante, inclinándome peligrosamente. Consigo mantenerme en pie, y echo a correr hacia la mesa de armas.

Miro confusa las largas varas, sintiendo la presión como hierro sobre mis hombros. Los ojos que me observan desde el otro lado de la sala me taladran la nuca, desconcentrándome.

Termino decantándome por una estaca de algo menor longitud que el resto y superficie astillada. Como todas las demás, la punta está redondeada, pero si el golpe se infringiese bien, podría causar una herida poco mayor que un arañazo. Es tan largo como mi brazo. ¿Mi brazo? No, mejor dicho, tan largo como mi pierna.

De nuevo, corro, hasta el área donde cautelosa, observo a mi alrededor. No hay nadie. Ni rastro del contrario. Entonces empieza. Veo la sombra debajo de mí y me giro, enarbolando la vara apuntando a ciegas. Mi adversario se agacha a una velocidad casi imposible, y me mira desde el suelo, exhibiendo una sonrisa maliciosa. No es mucho mayor que yo, quizá tres o cuatro años, pero parece todo un hombre. Un ligero rastro de barba cubre su mandíbula, dando la impresión de que sería muy espesa si no se la afeitara.

Se levanta con una agilidad sorprendente, con el arma por delante, a la altura de mi cuello. Se acerca, y la madera roza la piel de debajo de mi rostro, obligándome a echar la cabeza hacia atrás. Tenso la mandíbula y aprieto los dientes, iracunda. Recordando uno de los consejos de Maia, me echo al suelo y desde ahí golpeo con fuerza sus rodillas con el palo, haciendo que se retuerza de dolor. No lleva ningún tipo de protección de estómago hacia abajo.

Esto está resultando de todo menos un combate limpio.

Ahora soy yo la que sonríe.

Me incorporo rodando sobre mí misma y me pongo en pie. El caído no da señal de querer —o poder— levantarse, y parpadea confuso. Coloco la punta del arma en su cuello, y él alza las manos, en señal de rendición. Luego me hace un gesto con el pulgar y me indica que prosiga el circuito.

Ángel GuardiánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora