Los hijos del león.

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Los hijos del león.

Los dos muchachos observaron a la gacela joven que pastaba algo alejada de la manada. En silencio, la rodearon. Cuando no tenía escapatoria posible el pequeño animal, Sikh levantó su lanza y con un gesto seguro le arrojó su arma con fuerza. Le acertó en la frente, pero el hueso aguantó y la lanza salió rebotando y cayó al suelo. Por suerte para el animal, Kosh había lanzado también con otro ángulo, y al levantar el animal la cabeza por efecto del golpe, la segunda lanza le acertó de lleno en la nuca, matándole en el acto. Cuando los niños iban a cobrar su pieza, oyeron a otro animal que se acercaba. Kosh tuvo apenas tiempo de recuperar su arma antes de que los tres críos corrieran a ocultarse. Era tierra de leones. Mala suerte. Ellos habían cazado. otro se llevaría el beneficio. Pero quien vino no tenía rubia cabellera. No gruñía. Era una gacela de mayor tamaño. Vio a su hija en el suelo, y la tocó con una pata. La intentó mover con el hocico. Nerviosamente, mirando en todas direcciones. Parecía no entender que el pequeño no se levantase. Yak quiso probar suerte. Le daba pena que la gacela mayor estuviese tan triste. Kosh y Sihk habían cazado al pequeño; pero ella, Yak, cazaría la grande. Porque ella, Yak, era la mejor cazadora de los tres, y tenía ya 13 años, uno más que Kosh, y dos más que Sikh. Por eso, saliendo de su escondite, se recortó su silueta contra el cielo del atardecer, con su arma en posición de lanzamiento, como había visto hacer cientos de veces a los mayores de su tribu. Fue entonces cuando oyeron las dos hembras de especies diferentes un rugido que puso a ambas los pelos de punta. Estaban las dos paralizadas por el grave y sonoro rugido del león. Del león macho. Un león adulto de más de doscientos cincuenta kilos de peso. Alto, fuerte, hermoso. A punto de saltar. De hecho no había saltado ya porque dudaba entre la gacela y la humana. Esa fue su perdición: su rugir cambió algo cuando sintió las lanzas de los pequeños Kosh y Sikh hundirse en cada uno de sus dos flancos, perforándole a la vez los dos pulmones. Antes de que el rey de la selva reaccionase, Yak se le acercó y le metió su lanza por la boca sin soltarla, pero empujando con toda su fuerza, pues la tenía abierta de par en par. No pudo tomar aire para poder rugir de nuevo, pues tenía ambos pulmones abiertos, y la lanza de Yak le perforaba el estómago y el hígado desde dentro.

De pronto Sikh dio una orden terminante:

-¡Arriba! ¡Arriba!

Cada uno de los niños eligió un árbol diferente y se encaramó a él hasta que llegó a la copa, y luego miraron hacia abajo. Allí, tres leonas veían cómo su macho daba vueltas sobre sí mismo, sangrando por sus tres heridas, hasta que se desplomó en el suelo, exánime. La gacela mayor ya no estaba.

Con lentitud las leonas despedazaron la gacela joven y se la comieron. Les había salido cara la caza. Ahora tendrían que buscarse otro macho. Miraron hacia las copas de los árboles y vieron a los niños. Humanos, bocado exquisito. Rugieron de forma amenazadora. Los tres niños estaban muy asustados.

Las leonas estaban aún hambrientas. Rodeaban los árboles buscando una rama baja a la que subirse para recoger la fruta tierna: carne de humano.

Yak vio que en su árbol había mangos, fruta dura. No se le ocurrió comérselo, pero arrancó uno de cuajo. tomando puntería, le dio a una de las leonas entre los ojos. La leona le respondió con un gran rugido. Pero ella repitió la operación y esta vez la acompañó de una maldición bantú: ¡que los dolores te den una larga muerte, asquerosa!

La leona reculó gruñendo, y cuando Kosh la tuvo a tiro, le lanzó su arma desde arriba, clavándosela en un riñón. La leona se revolvió para buscar al animal que le mordía desde atrás. Pero por muchas vueltas que daba, no veía a nadie, no oía a nadie, y lo único que conseguía era agrandar la herida que la lanza, clavada profundamente desde una posición inverosímil, le había hecho. Pronto dejó de sentir las patas traseras, y se sentó, pugnando por mantenerse aún en pie con las patas delanteras.

Las otras dos leonas no sabían qué hacer. Sikh imitaba a Yak y seguía cayendo una lluvia de frutos duros sobre ellas. Kosh les imitó y se vieron las leonas cogidas entre dos fuegos, que si bien no les hacían daño, sí que le producían incomodidad. Al final optaron por abandonar a su compañera. Los dos leones atacados estaban agonizando. El león ya no se movía. La leona no podía ya andar. Desde su posición superior Yak veía a las dos leonas alejarse, y dio la orden poco después:

-¡Abajo!

Sin embargo, ella misma no bajó inmediatamente, sino que se quedó vigilando. Los dos niños bajaron y recuperaron las lanzas de Sikh y Yak del cuerpo del león. Se acercaron a la leona.

-¡Lejos!-, comandó Yak desde su atalaya a Kosh, que se había acercado a la leona demasiado.

La leona había conseguido ponerse en pie con gran esfuerzo y dio un rugido que cogió de improviso al onceañero. Sikh, desde atrás, recuperó la lanza de Kosh, y la leona cayó de nuevo al suelo, mientras la sangre le caía a borbotones por la herida dejada libre por la lanza retirada.

Yak se bajó de su árbol por fin e informó a sus amigos sobre las leonas:

-Lejos.

Los niños sacaron sus cuchillos y desollaron al león. Cuando terminaron, una hora después, la leona acababa de morir. Se acercaron a ella, y la apuñalaron para sacarle la sangre del cuerpo. Se pintaron la cara, el pecho y los brazos con ella. Con mucho esfuerzo se turnaron para llevar la piel y cabeza del león a su tribu. Yak le había cortado la cola a los dos felinos, y se las había liado al cuello, a modo de collar de dos vueltas.

En el poblado ya no los esperaban. Creían que se habían perdido y se los habían comido las fieras. Llegaron de noche. La Luna iluminaba el espacio grande que había entre las chozas, donde el león que llevaban había estado rugiendo hacía varias noches, manteniendo a todos los habitantes de la tribu dentro de sus chozas, que el león no consiguió derribar a pesar de haberlo intentado. Los hombres de la tribu desecharon salir en persecución de las fieras, porque era muy peligroso, dijeron. Desde ese lugar, donde ese león había amedrentado el pueblo los tres niños, subidos en la piel de ese mismo león, imitaron su rugido, con poca fortuna, claro. Pero despertaron a toda la tribu. De todas las chozas salieron hombres armados con lanza y cuchillo, pero bajaron sus lanzas al ver que se trataba de los chiquillos desaparecidos, que habían conseguido lo que los hombres más bravos de la tribu habían dicho que era peligroso. Al principio los habían tomado por espíritus, pero la madre de Yak, reconociéndola, había ido corriendo a abrazarla, y vieron todos que no eran espíritus, sino niños.

Al día siguiente los guerreros de la tribu fueron con los niños hasta donde habían visto a los leones, vieron el cuerpo del león y el de la leona sin rabo, y dieron caza a las otras dos leonas y a las cinco crías de león que cuidaban.

Desde aquel día Yak, Sikh y Kosh fueron conocidos en toda la comarca como «los hijos del león».

Puerto de Mazarrón, a 8 de agosto de 2012.

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