Perséfone.

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Perséfone.

“Levántate, dormilón, que vengo a por tu promesa”, me dijo de pronto.

Estaba yo durmiendo profunda­men­te cuando sus palabras desve­la­ron mi sueño: una belleza pálida de facciones duras, pero admirables, se alzaba ante los pies de mi cama.

Aquella tarde de otoño había estado yo sacándome fotos en un parque de Amalfi en un corredor formado por estatuas. Posé con varias personas, pero también junto a una cabeza de diosa, en realidad en piedra, en actitud francamente cariñosa, como si fuese a darle un beso.

“¿Quién eres?”, dije saliendo de mi sueño profundo.

“La señora de la noche, Perséfone”, dijo ella.

“¿Y qué te debo, oh Perséfone!”

“Quererme, hombre olvidadizo”, dijo con tristeza, “Hace miles de años que nadie me besa”.

“Tampoco yo te besé...”

“No, pero tu pose me lo anunciaba..., sin embargo te fuiste sin depositar tu ósculo en mi cara de diosa”.

“En tu cara depositaré no uno, sino mil besos, mi señora del Averno”, repuse, “si tú bailas para mí la Tarantella”.

“No, no bailo, hombre del futuro”.

“Yo te enseñaré”, dije al punto.

El resto de la noche pretendí ser yo la araña que pretendía picar a la diosa, pero ella bailaba a mi canto, resistiéndose y evitándome, hasta que dijo haberla aprendido, y cambiamos los roles, y entonces ella, la reina divina, consiguió picarme, y herirme con el aguijón del amor, de forma tal que no me pude resistir.

Mil besos le di, pero perdí la cuenta y tuve que empezarla de nuevo cuatro o cinco veces.

La mañana me sorprendió besando al aire: había sido sólo un sueño. Qué lástima, me dije, un sueño muy vívido, muy real, me parecía que tocaba a mi diosa particular.

Ahora sueño despierto, sueño con irme al infierno, con mi señora del Averno, la hermosa Perséfone.

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