No hay paradoja.

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No hay paradoja

Una de las contradicciones que se esgrimen en los viajes a través del tiempo es el de la imposibilidad de cambiar algo del pasado «porque», se argumenta, «en caso contrario el viajero temporal podría no nacer 'después' y por lo tanto no podría viajar en el tiempo para cambiar lo que le impidió nacer». Estas páginas van a demostrar que sí que se puede cambiar el pasado, y que de hecho se ha cambiado muchas veces, aunque me limitaré a explicar el caso de mi abuelo.

Mi abuelo nació en el año diez mil cuatrocientos veintisiete de la Era de la Parra Quemada. O sea, que nació dentro de unos treinta mil años, aproximadamente. Desde joven le fascinaron las cosas que habían ocurrido hacía mucho tiempo, «porque», decía, «era algo sobre lo que nosotros no tenemos ninguna responsabilidad, ni arte ni parte, y por lo tanto podemos aprender mucho de cuando el ser humano no era tan predictible como lo somos todos nosotros ahora». Pobrecillo: lo decía él, del que nunca sabíamos qué es lo que iba a hacer a continuación.

Mi abuelo era un hombre al que aburría soberanamente casi todo, pues decía que nada le sorprendía, porque todo estaba previsto de antemano: el cuadro de vacunas, el horario de trabajo, el temario de estudios, y hasta el desarrollo del ocio de sus conciudadanos: charlas de café que no iban a ninguna parte, historias habladas, escuchadas o vistas miles de veces con diferentes ambientes, nombres, lugares. Él tenía hambre de saber. Y no estaba de acuerdo con los que él llamaba “psicohistoriadores”, que según él decían que el hombre pronto aprendió a imitar modelos de conducta determinados, consciente o inconscientemente, y de ahí no salía, como del vientre materno virtual en que su sociedad se había convertido. Por eso suspiraba por aquella época, varias civilizaciones anterior, en que cada cual hacía lo que le venía en gana, y luego podía tener el lujo de sorprenderse con los resultados.

Por eso fue uno de los que llamaba primeros “turistas temporales”, pero a diferencia de los demás, mi abuelo no tenía prevista ni deseaba su vuelta a su tiempo original. Él decía que el hombre estaba por encima de su tiempo, o no era un hombre. Un hombre tenía que tener su propia capacidad de decisión siempre, y buscarse la ruina o la fortuna, sin que nada estuviese programado. Por eso quiso irse a la época de Aníbal, al Cartago que podía derrotar a los romanos, y él quería verlo. Lo malo es que los técnicos no dominaban aún la coordenación del tiempo, y se equivocaron en dos mil años, de modo que en lugar de la época de Escipión el Africano, aterrizó en una Roma mucho más vieja, que ya tenía casi dos mil cuatrocientos años. Su latín no era tal, o al menos los nativos no lo identificaron como suyo, y le tildaron enseguida como “spagnolo”, porque lo que mi abuelo hablaba les recordaba ese dialecto bárbaro del latín que se hablaba unos miles de kilómetros más al occidente.

En la Plaza de España conoció a una bilbaína, con la que pudo hacerse entender un poco por señas, un poco en latín de ese que había aprendido, que a ella le sonaba más a valenciano o a bable, lenguas, por cierto, que no hablaba en absoluto. Se hicieron amigos, y cuando ella volvió a Bilbao, él la acompañó.

Mi abuelo era bueno para los idiomas, y al poco tiempo ya hablaba euskera y español del de Bilbao, que dicen que es más vigoroso y claro que el de los demás sitios de Hispania.

Como de algo hay que vivir, y hacerlo a costa de las mujeres no se veía bien en aquella sociedad patriarcal, autárquica y ruidosa de la España de los años treinta del siglo 20, mi abuelo pronto se dedicó a traducir libros. No echaba en falta los traductores biológicos que conoció de niño, porque le fascinaba mucho aquello de coger una pluma de ave y mojar en el tintero y escribir. En aquella época casi nadie sabía leer y escribir, por lo que le caían ofertas de trabajo mejores a mi abuelo: escribiente, ayudante de notario, profesor de instituto, e incluso conferenciante en la universidad. Pero él se negó siempre: el oficio de traducir de un idioma a otro lo que una persona inteligente había conseguido escribir le parecía fascinante, y le daba una mejor perspectiva, un mejor conocimiento de aquella civilización de la que nada sabían sus contemporáneos, siempre empeñados en estudiar sólo lo importante, como Roma, Cartago, el Imperio Británico, la Guerra de las Civilizaciones del siglo 22, y se despreocuparon de cosas más banales, como una guerra civil de cuarta división, que no había tenido consecuencias importantes ni siquiera en el país en que había ocurrido, y que luego a fuerza de falsear tantas cosas llegó a perderse en el olvido, como una gota de agua en un mar de lacre hirviendo. Pero él pensaba volver y deshacer ese grave error histórico: él pensaba contarlo todo.

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⏰ Última actualización: Mar 01, 2015 ⏰

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