Los negocios de Abelardo.

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Los negocios de Abelardo.

Corría el año 2017 cuando el pequeño Abelardo, en el patio de recreo del colegio religioso al que le llevaban sus padres, se encontró con un niño que estaba triste y solo.

—¿Qué te pasa, Adolfo?—, preguntó a su compañero.

—Nada. Que mi mamá se ha olvidado hoy de darme el bocadillo para el recreo.

—Pues cómprate uno en la cantina.

—Está cerrada. El cantinero se ha puesto enfermo y no ha venido hoy.

—Yo tengo un bocadillo. Si te lo doy, ¿tú qué me darás?

—No sé. Si quieres te lo pago.

—En la cantina los bocadillos valen diez euros. Vale, dame ocho.

El pequeño Adolfo le dio a Abelardito ocho euros, y este le entregó su bocadillo de tortilla envuelta en lechuga. Acababa de realizar el primer negocio de su vida.

En días sucesivos, vino provisto de varios bocadillos, y se dedicaba en los recreos a descubrir a los niños cuyas madres olvidadizas no les habían entregado el consabido bocadillo. Pronto tuvo clientes fijos, que les compraban el bocadillo a Abelardito, y con los dos euros que les sobraban se compraban otras cosas, o simplemente se lo guardaban. Pero pronto tuvo tantas peticiones, que ya no podía traer más bocadillos en la cartera extra que traía al cole todos los días, así que metió a más gente en el negocio.

Les pidió a Tomasito y a Juanito que le ayudaran. Todos los días, después de hacer los deberes, ser reunían los tres amigos, y hacían los bocadillos ellos mismos, y al día siguiente iban al colegio con dos carteras más cada uno, llenas de pequeños bocadillos, que repartían en el patio del recreo contra los consabidos ocho euros. Al comprar el material al por mayor, les salía más barato, y tenían mayor ganancia. Por supuesto, sus padres nunca sospe­charon la verdad.

Pero Abelardito, autor de la idea, no repartía a partes iguales con sus amigos. Es más, cuando estos metieron a más niños en el negocio, también les aplicaron la regla de la mitad: los dos socios fundadores del negocio de Abelardito recibían la mitad de las ganancias, a repartir entre los dos, quedando la otra mitad para Abelardito, y lo que vendían cada uno de los subcontratados  por Tomasito y Juanito, igualmente se repartía en mitades: una para cada uno de estos niños, y otra para cada uno de los subcontratados. Pero pronto, cuando se unieron otros cinco niños al negocio, vieron que esto era un lío, pues al fin y al cabo no sabían tantas matemáticas. Así que a Abelardito se le ocurrió una idea genial: él asumió la dirección y propiedad de la empresa, y contrató a los demás vendedores, a los cuales les puso un sueldo. Al principio la cosa funcionó en parte por los ahorros de Abelardito, ocurriendo que algunos niños vendían por valor inferior al que recibían en concepto de salario. Abelardito los despidió, y ahí surgieron los primeros problemas. Ellos se juntaron para hacer la competencia, pero no estaban tan bien organizados y pronto tuvieron pérdidas. Abelardito se quedó con los mejores vendedores: los que no se conformaban con esperar a que les vinieran a comprar el bocadillo a ellos, sino que investigaban y averiguaban a quiénes no les gustaba el que les hacían sus mamás, o los que vendían en la cantina, y les convencían de que por un precio inferior se evitaban hacer colas y podían comerse el bocadillo a la vez que sus amigos.

El negocio funcionaba bien, pero un día el profesor de religión se enteró, debido a la confesión de uno de los despedidos, y les dio en clase una conferencia muy sosegada, pero convincente, sobre la necesidad de ser solidario, cooperativo, y de repartir las ganancias. Y que si un empleado no funcionaba, y había que despedirlo, había que indemnizarlo porque durante el tiempo que había estado trabajando para la empresa había generado unos derechos, que había que pagar según los días en que había trabajado, y que eso se debía estipular en las condiciones del contrato. Además, añadía el padre, toda empresa se halla inmersa en una sociedad, en este caso el colegio, y por lo tanto le debería pagar un impuesto por la actividad remunerada que se realizaba en su territorio, que habría de tratar la empresa con el representante del gobierno, en este caso el propio padre cura profesor de religión.

Abelardito, que era muy espabilado, hizo una especie de huelga empresarial, y mantuvo en huelga de hambre al patio de recreo durante una semana.

Al final de aquella semana, comenzó de nuevo, preparando unos bocadillos incluso mejores que los que había estado vendiendo en la primera etapa de la empresa.

Algo había aprendido el chiquillo de la charleta del cura, así que cuando sus antiguos empleados le pidieron trabajo de nuevo, les hizo firmar un contrato. Las cláusulas más interesantes de dicho contrato estipulaban que estaban a prueba hasta que la empresa, o sea, Abelardito, estimase que eran útiles a la empresa, momento en el que podían pasar a fijos, o bien ser substituidos por otros empleados nuevos, porque el trabajo hay que compartirlo, por aquello de ser solidario y cooperativo. Esas dos palabras le habían gustado al niño. Había otra palabra que había aprendido fuera del colegio: confidencialidad. Según esa cláusula, todo trabajador que hiciese pública la actividad de la empresa sería inmediatamente despedido, y los que aún siguiesen trabajando para la empresa deberían negar su existencia, bajo pena de despido procedente.

Para cuando Abelardito acabó el bachillerato en aquel colegio religioso, ya tenía un capitalito en el banco, que justificaba con su gran sentido del ahorro y la magnanimidad de sus progenitores, que en realidad sí era mucha, si bien no tanto. Además, era la persona más popular del colegio, aunque los curas no se explicaban en qué radicaba el atractivo que tenía ese muchacho, que en realidad no destacaba en ninguna asignatura, excepto en matemáticas, lengua española y educación física.

Murcia, a 1 de noviembre de 2010.

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