Capítulo 17: Mariposas calcinadas

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La mañana del día de la inauguración de la galería avanzaba rápidamente, y Carmen estaba tranquila en su departamento, hasta que tocaron insistentemente a la puerta. Le pareció extraño que no usaran el timbre, y tocaran de forma directa; al comprobar quién era, abrió, pero se quedó en el umbral de la puerta.

—Pilar, ¿qué haces aquí?

Se le veía algo demacrada, y lo que más llamaba la atención de ella, era la expresión de su rostro; definitivamente estaba enfadada.

—Había pensado dejar esto para otro momento —dijo, entrando sin preguntar—; incluso me dije que el asunto podía esperar, pero después lo pensé mejor; sé que hoy inauguras tu galería, pero no voy a privarte de nada.

Carmen alzó las cejas, sorprendida de la intromisión en su espacio, y de la extraña actitud de la joven; cerró la puerta con lentitud a su espalda, mirándola con extrañeza.

—No sé de qué estás hablando, pero no recuerdo haberte invitado. Cuando te necesite, te llamaré.

Le hablaba como a un empleado. Qué indiferencia qué capacidad de ignorar a alguien a quien había visto crecer. ¿Acaso cambiaría al saber la verdad, o seguiría importándole tan poco como ahora? Pilar Sintió un escalofrío al plantearse esa pregunta, pero después de lo que había descubierto, no podía seguir guardando silencio.

—En realidad no creo que te importe, pero no voy a quedarme con esto aquí dentro, tú también tienes que saberlo.

— ¿A qué te refieres?

Al fin, después de toda una vida, pudo ver a su madre como una persona real, con todo lo que eso significaba, y por primera vez, pudo sentir que, al hablarle, no tenía que respetarla ni temerle; ni siquiera insultarla, la verdad haría el trabajo necesario.

—A todo lo que ha pasado entre nosotras, desde siempre —explicó con una serenidad que la sorprendió—, porque haciendo memoria mamá, es lo mismo que antes; siempre me has subestimado, siempre me has considerado... poca cosa para ser tu hija, y yo siempre traté de contentarte, siempre quise que me valoraras por quien soy, pero nada funcionaba —miró un cuadro—. Tú tenías cosas más importantes de qué ocuparte.

—No tengo ganas de escuchar esa clase de cursilerías de ti —la interrumpió Carmen—, no después de cómo te has comportado.

—Como según tú me he comportado —la corrigió la joven, impasible—, porque las cosas son muy distintas ahora que cuando me echaste de tu casa, gritándome que era una traidora y una ladrona.

A Carmen se le agotó la paciencia, y decidió reflotar el asunto que había ignorado desde su regreso al país.

—Pero si eso es lo que eres —exclamó, decidida—, o dime cómo se le llama a una hija que le roba a su madre algo invaluable y lo vende al mejor postor.

Pilar respiró. Otra vez el mismo desprecio, de nuevo la misma rabia; sabía que después de lo que iba a decir nada mejoraría, pero ya no importaba, porque ya había llegado al límite de la humillación.

—Es divertido que ahora recuerdes que soy tu hija —comentó con dureza—, por lo visto es solo porque te conviene. Pero si algo recuerdas de lo que pasó, tal vez se te pase por la mente que esa tarde te supliqué de rodillas que me ayudaras y que me creyeras, y no solo me diste la espalda, también me echaste de tu vida, me maldijiste; y no conforme con eso, hiciste lo posible para perjudicarme. Qué clase de madre le hace eso a una hija sin escucharla.

—No te atrevas a hablarme así.

Pilar la fulminó con la mirada; durante años había temido replicar a sus palabras, pero ahora, sabía que podía hablar con ella, de igual a igual, era un derecho que se había ganado.

La traición de AdánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora