Capítulo 4: Quien a buen árbol se arrima...

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Capítulo 4: Quien a buen árbol se arrima...

Rabadán Había sido un modesto escribiente toda su vida. Ahora que se había jubilado, no sabía en qué podría emplear todo su tiempo libre. Sus nietos ya no le necesitaban y nadie quería contratar a un administrativo por horas. Ya con setenta años de edad, sus mujeres se habían muerto, sus hijos no tenían mucha relación con él, pues la verdad es que no les podía seguir la conversación en muchos temas que, en el fondo, le importaban un comino.

Sí, su vida había sido fructífera, pero tenía la impresión de no haber hecho nada con ella. De todos sus hijos, sólo Rosa había salido escritora, aunque no escribiente. Él le había enseñado todo lo que sabía del oficio de escribir, pero las ideas para escribir a el no se le ocurrían. En cambio ella tenía una cabeza de la que parecía que se le derramaban las historias, cuentos, anécdotas. «¿No te das cuenta, papi?,», le decía cuando apenas contaba 12 años de edad, «la magia nos rodea, los cuentos están en nosotros. Los duendes  y las hadas están detrás de la mirada de cada persona que conocemos».  Ante la mirada seria y escéptica de Rabadán, añadía: «Venga, papi, no pongas esa cara, que me estás enseñando al ogro malo que llevas dentro, ese tan feo que me da tanto miedo. Y yo quiero ver al gorila simpático que me hace reír». Y le hacía cosquillas.

Pero Rosa ya no estaba. Un cáncer se la llevó con 24 años de edad, la edad que tenía su madre cuando él la conoció. Sí, había sido una buena y larga vida la que había tenido Rabadán desde entonces. Nunca se casó, pero tuvo ocho hermosos hijos con aquellas dos bellezas que encontró cuando apenas se había hecho hombre. Mónica y Marta. Marta y Mónica. Eran dos seres maravillosos a cuya sombra él había terminado de formarse como persona.

La noche que conoció a Marta no pudo evitar sucumbir a sus encantos. Ella tenía una relación amorosa con la hija de su jefe. Las dos le habían invitado a cenar, a bailar, y luego a una copa en su apartamento, donde ambas vivían en pareja. Si se lo hubiera planteado él, no se habría atrevido a entrometerse en su relación. Pero Marta no le permitió plantearse nada. Le llevaron en taxi a su casa de ellas. Le invitaron a una copa de un licor que no conocía, Tía María, y se puso muy contento, pues no acostumbraba a beber. Mónica se llevó los vasos a la cocina, y mientras Marta aprovechó para darle otro beso profundo, y cuando Mónica volvió de fregar los vasos, cinco minutos más tarde, se lo encontró semidesnudo debajo de Marta, en el suelo. Lejos de montar una escena, Mónica se desnudó y se lo llevó luego a la cama, donde se les unió Marta debidamente desnuda y perfumada. Había sido una noche de cine, recordaba Rabadán a sus 70 años recién cumplidos, la noche en que se dejó la virginidad a manos de una rubia y una morena, hijas del pueblo de Madrid, como don Hilarión hubiera querido, pero cincuenta años más temprano que el célebre personaje de «La verbena de la Paloma», su zarzuela preferida. Fruto de aquella noche de pasión fue Rosa, la hija de Marta.

Habían sido 35 años de noviazgo particular, ya que no se llegó a casar con ninguna de ellas. No mientras vivieron las dos. Porque quince años después de morirse Rosa, la rosa de su alma, se le fue la Marta de su amor. A los 69 años Marta iba a buscar a uno de sus nietos para invitarle a comer, como tenía por costumbre hacer con cierta frecuencia, cuando en un semáforo se la llevó por delante un autobús que se había quedado sin frenos. Murió aplastada entre el enorme vehículo y una farola, inmediatamente. Fue un golpe repentino para todos. Mónica nunca se recuperó de eso. No del todo.

A lo largo de los años se le fueron yendo muchos seres queridos a Rabadán. Su padre, el médico eminente, murió en un accidente de aviación. Su madre, nonagenaria, había muerto diez años antes de este día en que estaba recordando, borracho de nostalgia, a sus seres queridos. ¿Existiría otra vida? ¿Le estarán esperando? Había soñado con Marta el día que su madre había fallecido de un infarto. En el propio tanatorio se había quedado dormido unos minutos,  le pareció que alguien le acariciaba la cara y lo miraba con aquellos dulces ojos grises que tenía. A su lado estaba su madre, pero mucho más joven, tal cual era aquel día en que le dijo que iba a conocer a una mujer en la cafetería Gwendoline.

—Es una chica maravillosa, hijo—, soñó que le decía. —Has tenido mucha suerte con ella. Y con Mónica. Cuídala mucho, hijo, cuídala de parte de nosotras dos.

Le había contado este sueño a Mónica varias veces. Deseando que hubiera sido real. Ella creía, sin embargo, que él se lo había inventado todo para consolarla. Pero Marta ya llevaba cinco años muerta cuando tuvo el sueño. Y él no tenía tanta inventiva.

Soñó también con Marrero, el padre de Mónica. Jorge Marrero, la persona más sinvergüenza y marrullera que había conocido en toda su vida. Pero se reía mucho con él, con todos sus chistes, chascarrillos, anécdotas, que contaba que siempre le dejaba con la duda de si habían sucedido de verdad o no.

Pedro y Félix eran los solteros de la familia. Bueno,  él también. Cuando murió Marta, Rabadán le propuso a Mónica que se casara con él. Se lo pidió incluso formalmente, delante de sus siete hijos vivos, pero ella se echó a llorar. Le dijo que Marta seguía allí, con ellos dos, que cada noche que hacían el amor lo hacía Marta con ellos dos también. No, no se podía casar con él, porque ambos estaban enamorados de Marta, y Marta de ellos dos. Sus hijos no se habían perdido ni una sola palabra del diálogo, y por las mejillas de algunos resbalaban las lágrimas ante este amor de más allá de la tumba. El propio Rabadán estaba muy conmovido por la reacción de ella, y cada una de las palabras de la mujer que más había querido en toda su vida le escocía en el sentimiento que tenía por la otra mujer que compartía ese amor por igual.

La buena de Mónica. Ahora tendría 72 años. Pero hacía cinco años que se había ido. Se acostó con él como todas las noches. Como todas las noches hicieron el amor. Como todas las noches se despidieron con un beso. Como todas las noches durmieron cogidos de la mano. Y como todas las mañanas le besó para desearle unos buenos días. Sólo que aquella mañana ella no se despertó. Sus labios estaban fríos. Su pecho no se elevaba y descendía suavemente, con su respiración. Hacía horas que había muerto. «Muerte súbita», dijo el doctor. Había sido una muerte dulce, de esas que querríamos tener todos cuando nos toque. Dulce como era ella, se fue dulcemente. Sus siete hijos (pues los de una lo habían sido siempre de la otra, y viceversa)  y veinte nietos estaban de riguroso luto en el funeral, en el que el sacerdote dijo palabras muy bonitas sobre Mónica y sobre cómo les esperaba a todos ellos en el cielo.

Sí, aquella tarde Rabadán estaba haciendo repaso general de su vida con sus mujeres. Las echaba mucho de menos. Pero era un sentimiento curioso, las sentía a su lado, junto a él. Como si aún estuvieran juntos los tres.

Y ahora estaba libre, sin nada que hacer. El negocio de su suegro había pasado a propiedad de Mónica al morir él, pero había sido como si lo hubiera heredado Rabadán, pues fue él quien se hizo cargo de él. Ya en vida de Marrero el negocio creció mucho y se crearon sucursales en toda España. Al morir su suegro, el éxito fue creciente y Rabadán diversificó sus actividades, entrando en el mundo del espectáculo al financiar obras de teatro y de cine que le decuplicaron su capital. Porque Rabadán seguía sabiendo de escritura y de cuentas. Sólo  que ahora las escrituras eran notariales, y las cuentas eran de dividendos en la bolsa.

Cuando la crisis golpeó tan duramente a Europa, él ya había diversificado sus actividades y había comprado una cadena de restaurantes en Brasil y era inversor habitual en películas en Hollywood, donde tenía una productora, Marrero Films.

O sea, que ahora tenía más dinero del que se podía gastar. La vida en casa no le llenaba. Sus hijos estaban ocupados con sus problemas, y sus nietos ya no le hacían caso. Por eso se dedicó a viajar. Y su primer viaje de placer fue un auténtico capricho: un crucero por el Mediterráneo. Allí conoció a Pilar.

«Como soy tan mayor», le había dicho a Félix y a Jaime, «he pensado en invitaros a venir a vosotros dos. ¿Me acompañáis?» Jaime, al contrario que Félix y Pedro, no estaba soltero. Pero siempre había sido el que estaba más unido a su padre, le habría dado corte a Rabadán no proponérselo, aunque contaba con que no podría. Pero sí pudo: convenció a su jefe para que le adelantase las vacaciones, y se fue con su padre y su hermano a ver las antiguas tierras del Mare Nostrum.

Un proyecto singular.Where stories live. Discover now