Trailer

311 16 4
                                    

La cabina vibraba con sus brillos metálicos esparcidos como cristales de una botella rota. El silbido del viento contra el fuselaje no calmaba mis nervios en absoluto. Lo extraño era que no era la primera vez que entraba en acción: una y otra vez, durante el último mes, nos habíamos adentrado en territorio enemigo, destrozando portales, aniquilando rebeldes y demonios por igual; jamás había titubeado. Pero hoy era diferente, lo presentía.

La luz roja que avisaba que estábamos a punto de descender iluminó el rostro de mis compañeros, todos con la frente perlada del sudor. La verdad es que daba igual estar dentro del compartimento de última generación de la aeronave o de una olla, la realidad era que estábamos sudando como si nos estuviesen cocinando a fuego lento.

Kaylye, la francotiradora, permanecía serena en su asiento, abrazada por el arnés de seguridad. A su lado, el rifle brillaba con malicia. Repentinamente percibió que la estaba observando y me dedicó una sonrisa tranquilizadora. Sus ojos brillaron y, tan velozmente como percibí el relampagueo, comenzamos a caer. La alarma de emergencia empezó a sonar, aturdiéndonos. Las chispas llovieron sobre nosotros como una ducha anaranjada y un panel de la pared se desprendió. Sentí que el alarido de Jeliel me desgarraba el alma, al igual que la turbina exterior desgarraba su cuerpo. Una explosión sacudió la aeronave una vez más y, por fin, impactamos en el duro suelo. Fue una eternidad de chapas doblándose, quebrándose por el esfuerzo, vidrios astillándose y objetos golpeando por doquier… hasta que nos detuvimos. El silencio parecía casi irreal.

De hecho, el silencio era irreal. Abrí los ojos un instante o un millón de años más tarde. Al parecer el fuselaje había aterrizado de costado, porque me encontraba sujetado a mi arnés pero colgando de lado, teniendo a un metro y medio debajo de mi el cuerpo inconsciente y ensangrentado de Kaylye. Intenté ignorar los fuertes latidos de mi corazón y desprendí el seguro. Caí con todo mi peso sobre el cuerpo inerte de mi compañera, que siquiera lo notó. Intenté incorporarme pero me fallaron las piernas y mi rostro quedó a centímetros del rostro de ella. A través de las heridas de la mejilla podía ver sus dientes. Un estremecimiento involuntario recorrió mi cuerpo y me obligué a incorporarme y mirar a mi alrededor.

Los objetos se contorneaban con líneas naranjas, casi húmedas. Parecía como si nos hubieran sumergido en jugo de naranja. Comencé a avanzar entre amasijos retorcidos de acero y cables de goma y cobre.

Dos asientos estaban completamente arrancados de cuajo. Allí donde había estado Marlowe sólo quedaba un amasijo que preferí no identificar. Del pelotón de diez exploradores tan sólo quedábamos, con suerte, seis. Oí mi nombre a la distancia y me sobresalté. Instintivamente me arrojé al suelo y busqué un arma, pero no encontré nada más que un tubo pegajoso para asir entre mis manos. Me sentí más seguro, aunque de poco serviría contra un enemigo real.

Otra vez. Mi nombre, definitivamente era mi nombre. Intenté identificar la voz, pero no podía estar seguro de quién era. Tan sólo de mi nombre.

Una enorme figura se recortó contra las llamas que crepitaban como una hoguera gigantesca a un par de metros de mi posición. En el estado en que estaba, luego del shock por el impacto, me quedé petrificado. Afortunadamente, reconocí los rasgos de Mathista, artillera y segunda al mando.

—¡Arriba! ¡de pie, soldado!—Era su forma de decir “Buenos días, me preocupé por tu estado”. Sin decirme una palabra más, descolgó de su espalda una carabina y me la puso entre mis brazos. Estaba fría, casi helada, pero si con el tubo en mis manos me había sentido seguro, ahora me sentía un semidios. Seguí sus pasos fuera del siniestro, procurando no mirar atrás. De todos modos, mirar hacia delante no era nada alentador: un camino de sangre, al mejor estilo de Hansel y Gretel, conducía hasta el Cabo Sacerdote Lucien. En sus manos, junto a la enorme herida del abdomen, sujetaba aquella biblia que no soltaba siquiera para almorzar. Cinco. Tan sólo quedábamos cinco figuras recortadas en un fondo naranja que bien podría haber sido el ocaso más fantástico que nadie se hubiera imaginado nunca.

Cruzados -El infierno en la Tierra- (EDITANDO)Where stories live. Discover now