Piére Simon de Carneillon, guardián de los justos

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Blaise dejó de respirar. Simon, el único que no había quedado absolutamente enloquecido por la tristeza como Louise, cerró suavemente sus ojos y lo colocó en el suelo, con los ojos cruzados, bajo el brillo de la luna. Él no entendía por qué Blaise siempre miraba al cielo, pero sí recuerda aquel día que le dijo que le hablaba a la luna. No pudieron ofrecerle otra cosa, pues tenían por delante una última tarea: César Sforza.

Simon le dijo a un colérico Louise que era hora de ir a por César y este sacó su espada y se lanzó enfurecido a la puerta por donde César escapó, rompiéndola en mil pedazos con un poderoso empujón. Antes de que Louise saliera corriendo otra vez, Simon le sujetó por el brazo izquierdo, que sostenía su espada, y le miró con firmeza. El rostro de Louise no parecía ser el mismo que adoptaba cada vez que se batía en duelos contra Blaise; Los ojos estaban brillando por las lágrimas, la cara estaba empapada y con ojeras, el pulso le iba a mil y sus encías casi sangran de lo apretadas que estaban.

–¿Qué vas a hacer?–Pregunta Simon–

–¡Acabar con ese bastardo de César!

–No lo hagas.

–¿Por qué no?

–Ya oíste a Blaise. Al-Rashid lo quería vivo.

–No te prometo matarlo.

–No vamos a matarlo, sino a entregárselo a Al-Rashid.

–Mató a Blaise, Simon.

–Lo sé, pero es lo que Blaise quiere.

–Blaise y Al-Rashid lo querían, yo lo necesito.

–Louise no vayas a cometer una estupidez.

–La estupidez la cometió él asesinando a nuestro mejor amigo.

–Pues hagámosle pagar como Al-Rashid y Blaise querían.

–Simon–Se zafa de un fuerte tirón–Ese perro sufrirá. Muerto o no, le daré una paliza.

–Y puedes dársela, pero no lo mates.

–Venguemos a Blaise.

–Venguemos a Blaise.

Simon y Louise siguen su búsqueda del Santíssimo por todo el palacio. Buscaron en las habitaciones, las alas, los pasillos, los museos. Finalmente, a lo lejos, pudieron ver una sombra que entraba en la sala donde daban las misas a los obispos. Simon y Louise bajaron la planta y se dirigieron a la susodicha puerta con una frase desconcertante en la cabeza: "¿Puede ser una trampa?"

Al llegar a la sala, vieron una enorme capilla. En los bancos, unos monjes con ropas negras y totalmente encapuchados rezaban de rodillas. Se oía una música de órgano proveniente del primer piso de la capilla mientras que el coro entonaba un canto en latín antiguo de forma gregoriana. Al fondo, había un palio y un altar al que Simon y Louise se acercaron despacio y con las armas en la mano. No estaban seguros de si esos monjes orantes se levantarían con armas o alguno de ellos fuera una trampa.

Cuando llegaron al palio, nada pasó, pero no había nadie allí. No se podían explicar cómo César había desaparecido. No querían rebuscar pistas en el altar, pues se descuidarían; Tampoco querían ir de uno en uno "preguntando" quién escondía a César o dónde estaban. Simon y Louise se pusieron frente a los oradores para esperar algún movimiento, pero era inútil. Los monjes estaban tan concentrados en sus rezos que ni una explosión podía evitar que siguieran a lo suyo. Louise probó a acercarse a la primera fila y, con un fuerte tajo de leñador con su espada, atravesó el banco. No obstante, los monjes siguieron orando. No se podían creer su capacidad de concentración, pero tampoco su inofensiva.

La cruzadaWhere stories live. Discover now