VII. The rest of eternity

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Jamás en toda su vida había visto algo tan horrible. Ningún juego de video ni película de horror llegaba  a la altura de lo que se presentaba ante sus ojos. Uno piensa que ha pasado momentos difíciles, cosas que nunca podrá superar, pero luego se enfrenta a la cruel agonía del Infierno en la Tierra.

Desesperación, dolor, tristeza, odio... No le alcanzaban los dedos de la mano para contar cuántos sentimientos se enfrascaban en las caras alargadas y cuencas vacías de las almas que estaba viendo. Mujeres, hombres, niños de su edad, ancianos... No podía contar cuántas almas había allí metidas, sufriendo y suplicando clemencia.

Lo peor de todo eran los gritos. Se parecía al chirriante y estremecedor sonido que hacen dos pedazos de hierro cuando alguien los roza, lentamente y a propósito, para hacerte sentir mal. Los guturales gritos entraban por sus oídos y hacían que su corazón se helara. Su pequeño cuerpo temblaba como si la temperatura del lugar hubiera descendido treinta grados, pues allí, los únicos corazones que latían eran dos. Se estremeció al sentir las manos de Joseph sobre sus hombros y le agradeció en silencio cuando este cerró la puerta.

—Se lo advertí —dijo el señor Willbur. Secó las lágrimas que caían por sus mejillas con los pulgares.

—Yo... ¿Q-qué era eso? —preguntó Henry tartamudeando. Sabía lo que era, pero quería cerciorarse de no estar loco.

—Me gusta llamarle ‘’Cueva de almas perdidas’’. Nunca encontraron la paz, y están condenadas a vivir en este mundo para vivos, cuando ellos están muertos por dentro. 

—No, esto no es real.. —Se decía Henry mientras sacudía la cabeza—. Nada de esto es real...

—Pero si usted mismo lo ha visto, por supuesto que lo es.

—¿Y por qué quería mostrarle esto a mi hermana?

—Porque, si usted y su familia no salen pronto de aquí, es en este lugar donde pasará el resto de la eternidad.

Su profesor de literatura solía decirle que las palabras eran armas de doble filo. Según cómo las usaran, en qué momento, incluso en qué tono, podían significar miles de cosas diferentes. El resto de la eternidad, retumbaba en su cabeza. Le faltaba el aire y comenzaba a marearse. Imágenes de las almas se sucedieron y de repente, el rostro de su hermana estaba frente a sus ojos, pero no era el mismo. Sus ojos estaban vacíos de vida, solo eran dos mares de polvo gris sin emoción. Lentamente sus rasgos se fueron desfigurando, como si estuviera hecha de cera y debajo de ella hubiera una vela encendida, se derretían...

En su mente, Aria pasó de ser la que recordaba como su hermana a ser una de esas almas, desfigurada, sola, agonizando y rogando piedad de rodillas por su frágil existencia.

—¿A qué te refieres con eso?

Joseph lo miró de lado a lado, con un semblante preocupado —No se preocupe Henry, nada malo va a pasarle, lo prometo...

Lo prometo, susurró en su oído antes del que pobre Henry se desmayara.

Lo sujetó entre sus brazos y con la ayuda de sus amigas sombras lo sacó del sótano. Era un hombre mayor y ya no podía subir y bajar esos peldaños de antaño con la facilidad que lo hacía cuando tenía unos treinta. Una de ellas quería poseer al muchacho, viendo en el pequeño la posibilidad de disfrutar de la vida una vez más, pero Joseph la ahuyentó con la mano. Este pudo sentir la vergüenza y el arrepentimiento que demostró la sombra enseguida e instintivamente la perdonó, acariciándola con la misma mano con la que la había disuelto.

Habían pasado más de medio siglo junto a él, las más viejas descansaban en las paredes de la mansión, y las más recientes permanecían en todo momento a su alrededor. No eran muchos los desafortunados que eran capaces de verlas, solo aquellos que tuvieran un alma tan dura y realista como la de él, y la de Aria.

Desde el momento que la había visto supo que ella era la elegida, principalmente porque siempre que llegaba gente al pueblo, no era casualidad. En un lugar ancestral como Shadowtown, nada, absolutamente nada estaba echado al azar. Cada adolescente que había llegado en las últimas décadas tuvo el mismo destino que las almas de la cueva.

La muerte.

Solo una pudo evitarlo... su media hermana Susy. Sentía tanto rencor y odio por esa mujer... Estaba podrida por dentro y por fuera, Aria lo había visto en sus ojos, e hizo muy bien en no fiarse de la endemoniada mesera, pero sí de su hermano.  Tal vez veía en Joseph lo mismo que veía en Henry, un niño en su interior, asustado, deseando que todo termine de una vez.

Y así sería, pero no como su hermana quería. Si Aria debía morir, no iba a hacerlo para que Susan viviera una década más, antes de que otra alma apareciera en esas tierras y pudiera alimentarse de ella. No, Joseph no lo permitiría, y para eso era crucial que la joven Darkwood supiera toda la verdad, y que conociera su destino antes de que sucediera. 

La noche ya había caído sobre el campo, y las primeras estrellas nacían en el cielo. Las cigarras sonaban más alto que nunca.

—Las cigarras anuncian la muerte... —susurró Joseph para sí mismo mientras cargaba a Henry y sentía las sombras apoyadas en sus hombros. Entró en la casa, subió las escaleras, saludó a los demás inquilinos que, claro, estaban hipnotizadas, embelesados por la brujería oscura de su hermana. Cuerpos sin alma, vacíos por dentro, llenos de parásitos.

Llevó su oído a la nariz del niño y se alivió al sentir su respiración haciendo cosquillas en su oreja. Sentir una vida tan frágil sobre él lo hizo pensar en Dean... ¿Qué sería de la vida de su nieto? Deseaba con todas sus fuerzas poder verlo.

Con mucho cuidado, intentó dejar a Henry en el suelo, frente a la puerta de su habitación donde podía escucharse a sus padres discutir, pero el dolor que sintió en su espalda al agacharse provocó que casi se le escapara un grito, y todo su esfuerzo hubiera sido en vano. Le rogó a las sombras que tomaran a Henry y lo dejaran suavemente en el suelo, tal como luego lo hicieron.

Lo que Joseph no sabía era que el toque de esas almas perdidas dejaría mella en el pequeño para toda su vida, y que cada vez que cerrara los ojos, allí estarían, atormentando sus más profundos sueños. 

Shadowtown ©Where stories live. Discover now