Capítulo 9: Lecciones

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Después de dejar al niño a salvo, con los guardias que ya habían ubicado a su mamá, volvimos a encaminarnos hacia la capital. La próxima ciudad no estaba lejos, quizá tardaríamos un día o casi dos.

Observaba los lentes de sol rotos en mis manos, suspiré, los arreglé como pude con una liga y los guardé. Había dejado una tragedia familiar atrás, pero esa no era la única después de tantos ataques. Caminamos hasta llegar cerca al río y lo seguimos a cierta distancia, ya que se dirigía hacia el sur también por algunos kilómetros. No hubiera recordado que estaba ahí si no fuera porque Antonio lo escuchó a la distancia y lo mencionó.

Escogimos un lugar para reposar y comer, un pequeño claro cerca a la rivera. Me senté en una piedra y saqué mi depósito de comida. Antonio sonrió levemente, me preguntaba qué pasaría por su mente. Miraba fijamente hacia un arbusto cercano a mí.

Escuché un ruido y del arbusto salió un conejo. Sonreí. El animal caminó unos cuantos pasos moviendo su pequeña nariz. Miré a Antonio y él mantenía la vista fija en el conejo, estaba completamente enfocado, listo para salir disparado.

Espera...

Antes de que pudiera decirle siquiera un «no», él arremetió contra el animal en un abrir y cerrar de ojos, haciéndome dar un brinco de sorpresa. Rodó en la tierra con el cuello del conejo en la boca, lo soltó y se puso de pie.

—¿Te gusta el conejo? —preguntó sonriente.

—Sí, ¡pero vivo! —exclamé.

Soltó una carcajada.

—Vamos, no sufrió.

—Eres...

—Tú comes carne, ¿no es así?

Caramba, tenía razón. Respiré frustrada. Levantó al animal, que al parecer murió instantáneamente. Me volteé para ver a otro lado con mi comida y él volvió a reír. Adoraba su risa, pero esta vez un conejito había sido el precio.

Seguí comiendo en silencio mientras él preparaba el fuego y al pobre animal. Mi comida era arroz y tortilla de espinaca con huevo. Recordé que Antonio necesitaba más proteína que eso. Quizá debía ser más comprensiva. Suspiré y volví a mirarlo, el conejo ya se estaba cocinando. Sabia cómo llevarse con la naturaleza, yo en cambio era un desastre.

—Bueno, supongo que podrás cazar el almuerzo cuando nos haga falta —le dije resignada.

Me sonrió, luciendo esos bonitos colmillos asesinos de conejos. Debía admitir que había hecho un buen trabajo con esa cocina improvisada. Me dio una porción para que comiera, y ahora también debía admitir que me gustaba el conejo.

Después de terminar de comer nos preparamos para continuar. En realidad era un alivio para mí que él conociera el exterior, por ser evolucionado, yo nunca, nunca había salido, obviamente, y no habían mapas, no que fueran legales quizá, así que él era mi guía.

Nos lavamos los dientes en el río, él me salpicó algo de agua al sacudirse las manos y yo también lo hice logrando sacarle otra corta risa. Saqué de la mochila mi reproductor de música, y él lo miró con curiosidad. Cargó la mochila a la espalda y volvimos a avanzar.

—Espero que no te hayas comido alguno de los pajaritos que atrapabas en el jardín del laboratorio —le dije mientras buscaba alguna canción.

—No, solo lo hacía por puro gusto. Además... mucha pluma.

Reí.

—Oh, qué exigente.

Puse la canción y le ofrecí un audífono.

Ojos de gato Tentador [La versión de ella]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora