XXVI. Rumbo a un refugio

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XXVI.     Rumbo a un refugio

Corro por las calles de Miraflores.  Sé que tengo un refugio cerca, pero no quiero arriesgarme a que los Halcones que me persiguen lo descubran.  Así que primero quiero perderlos.  Doblo en todas las calles que puedo, para que les sea más difícil seguirme.  Después de correr unos quince minutos, me comienzo a cansar.  Necesito hacer algo o me atraparán pronto.  De pronto, escucho un grupo de zombies.  No los veo, pero sé que están cerca.  Desenfundo mi pistola y apunto al cielo.  Disparo tres veces y luego salgo corriendo en una dirección.

Sé que no me conviene meterme a una casa o a un edificio.  Corro el riesgo de que me acorralen.  Sin embargo, hay algo en lo que yo tengo ventaja por encima de ellos dos: Yo tengo más experiencia en las calles.  Yo me he enfrentado más a muertos vivientes cara a cara.  Ellos no.  Ellos están acostumbrados a enfrentarse al enemigo desde su plataforma elevada.

Corro un par de cuadras hacia un lado y disparo de nuevo.  El sonido atraerá apestosos cadáveres reanimados.  Los zombies siempre vienen cuando escuchan disparos.  Espero que esta vez juegue a mi favor.  No obstante, para no quedar atrapado debo mantenerme en movimiento.

Después de varias vueltas y de disparos al aire, la zona está plagada de zombies.  Guardo entonces mi pistola y desenfundo mi machete.  Comienzo a caminar lentamente con más cautela.  Voy agachado, tratando de no hacer bulla.  Algunos zombies me sienten y se acercan lentamente a mí.  En un par de ocasiones debo encargarme de ellos con mi machete.  Un golpe a la cabeza es suficiente.  Trato de no perder la compostura por su olor.

Ver a cadáveres reanimados caminando por ahí es una cosa.  Uno se puede llegar a acostumbrar a la imagen, porque se pueden ver en descomposición, con la carne que se le cae, partes podridas y expresiones espeluznantes.  Pero siempre y cuando estén a una distancia, uno puede llegar a vivir con ello.  Claro, la primera vez que alguien ve uno casi siempre vomita o se altera.  Pero cuando uno vive de venir una vez al mes a una ciudad infestada de zombies, uno se termina adaptando.

Pero el olor es otra cosa.  Al olor nunca me podré acostumbrar.  No me refiero al olor general que se siente en la ciudad de Lima todo el tiempo.  Ese olor particular que tiene ahora que los cadáveres deambulan las calles.  No, me refiero al olor pestilente que emanan estos monstruos y que solamente se puede percibir de cerca.  Ese asqueroso hedor que ingresa a tus pulmones y causa automáticas ganas de vomitar, de cerrar los ojos y de soltar lo que sea que uno tiene en las manos. 

Por eso cuando yo me acerco a un zombie para eliminarlo con un golpe de mi machete siempre aguanto la respiración.  Ya me ha pasado antes que el olor es demasiado fuerte y me obliga a retorceder o a soltar el arma que tenía en la mano para taparme la nariz.

El problema viene, por supuesto, cuando hay muchos zombies a mi alrededor y tengo que matar a varios de cerca uno detrás de otro por más del tiempo que puedo contener la respiración.  Por suerte eso nunca me ha pasado.

Hasta ahora.

Mi plan había funcionado demasiado bien.  Los disparos que había hecho al aire habían atraído a una buena cantidad de muertos vivientes.  Eso me sacaría de encima a esos dos Halcones que planeaban matarme.  Ahora lo que tengo que hacer es escapar a esta masa de cadáveres que viene por mí de todas direcciones.  Cierro los ojos un segundo, pienso cuál ruta me conviene tomar y luego los abro con una decisión hecha.

Tengo que alejarme del territorio de los Halcones.  Eso implica ir al oeste o al sur.  Sin pensarlo empiezo a correr en dirección a la Vía Expresa.  Hacia la parte de Miraflores que da al mar.  Para poderme abrir camino entre la horda que se está formando alrededor de mí desenfundo mi pistola con la mano derecha, mientras con la izquierda sigo sosteniendo mi machete.  Disparo a los zombies más cercanos que se ponen en mi camino.  Cuando estoy más cerca enfundo mi pistola y sigo abriéndome paso con el machete.  Para cuando estoy al otro lado del cerco de cadáveres que se ha comenzado a formar, debo de haber eliminado a unos seis.

No bien estoy al otro lado sigo corriendo.  No paro hasta llegar a la misma Vía Expresa.  La paso por encima sin preocuparme de que en el puente hay unos cuatro zombies que caminan lentamente hacia mí.  Paso al otro lado y sigo corriendo.  Muy imprudente de mi parte, pero debo alejarme cuanto antes de ahí.

Debo de haber corrido por una media hora más.  De pronto caigo en cuenta de que ya he corrido más que suficiente.  No tengo zombies persiguiéndome.  Miro a mi alrededor mientras me seco el sudor.  Reconozco las calles de inmediato y recuerdo que tengo un almacén por aquí.  En el que guardo libros y manuales.  Es uno de los que menos visito, pero de vez en cuando me piden que consiga de la ciudad una publicación en especial.  Usualmente manuales técnicos y libros de texto académicos o escolares.

En realidad me suelen pedir libros con novelas y cuentos también, pero esos encargos rara vez los acepto.  Para conseguir un libro específico que uno de los sobrevivientes vecinos míos recuerda suelo necesitar ir a varias librerías.  O mejor dicho, a restos de librerías a ver si encuentro eso que me piden.  Y suele ser complicado o difícil.  Así que simplemente no acepto esos encargos.

Pero libros de texto y manuales es distinto.  Nunca nadie me pide un título específico, sino que me dicen que necesitan una guía sobre motores de motocicletas o un manual básico de gasfitería.  Ya yo les llevo el que encuentro, se supone.  Cualquiera que ése sea.

Lo mejor de todo es que son tan escasos y están tan valorados que los aceptan e igual me pagan.  Es genial, a pesar del peso.  Uno de estos encargos pesa más que una medicina o un componente electrónico.

Este almacén en especial está dentro de lo que alguna vez fue un colegio.  Llego corriendo a los límites de ese terreno, protegido por un muro de unos dos metros.  Doy un salto y lo trepo rápidamente.  Dentro del colegio no debería de haber ningún zombie.  Alguna vez me tomé la molestia de recorrerlo entero y eliminarlos todos, para luego reforzar sus defensas.  Aún así uno nunca sabe, así que recorro el patio interno con cuidado.  Llego al segundo patio, junto al cual hay un acceso a un pabellón pequeño.  Abro la puerta con una llave que llevo en mi mochila.  Entro y la cierro.  Dentro reviso rápidamente que no haya sorpresas.

Finalmente subo al segundo piso de ese pabellón.  Sus ventanas están cubiertas con cartón.  Alguna vez lo hice para que desde afuera no se pudiera saber que dentro había alguien.  Enciendo un lamparín que dejé aquí la última vez que pase por este almacén.  No me molesto en revisar mis pertenencias.  Simplemente voy a la esquina en el que hay un sillón viejo y me dejo caer.  Estoy tan cansado. 

Aun así me es imposible dormir.  Estoy demasiado alterado.

Requiem por LimaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora