I. Bienvenido a Lima

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I.                Bienvenido a Lima

En el bote a remos iban seis personas.  Dos de ellas estaban remando y eran parte de la tripulación del velero que nos había traído hasta aquí.  Los otros cuatro éramos lo que llaman Caminantes.  Nadie decía nada en el bote, porque todos sabían hacia lo que nos dirigíamos. Sabíamos que estábamos yendo a la ciudad de Lima y lo que en ella había. 

No sé si los otros habrán conocido Lima antes de la epidemia, pero yo sí la recordaba.  La recordaba perfectamente.  Me acordaba, por ejemplo, cómo paseaba por la Costa Verde observando a los bañistas y preguntándome cómo era que ninguno de ellos había leído los reportes sobre la contaminación de esas playas que se encontraban frente a la ciudad.  Caminaba respirando el aire del mar que supuestamente debía relajarme, pero que más bien me generaba preocupación: ¿Estaría el aire de mar también contaminado? ¿Qué enfermedad me contagiaría de estar respirando hondo en ese momento?

Por supuesto que todo eso había quedado en el pasado.  Tan pronto como la epidemia llegó, lo último que teníamos todos nosotros en nuestra mente era alguna enfermedad menor de la piel.  Cuando tus vecinos y familiares morían por docenas, para luego levantarse a intentar comerse la carne de los que aún estábamos vivos, tu escala de prioridades variaba.

Los que remaban no dijeron una palabra.  Ambos sabían perfectamente que los cuatro Caminantes que transportaban en el bote estaban al tanto de todo lo que habrían tenido que decir.  Primero, que solo tendríamos unos segundos para saltar del bote y nadar a la orilla.  Segundo, que volverían en una semana a recogernos, si es que había alguien a quien recoger.  Tercero, que si ninguno de nosotros cuatro sobrevivía, ellos no lo lamentarían.

“Hasta aquí llegamos”, dijo de pronto uno de los remeros.  El otro dejó de remar también.  Ambos se quedaron mirando a la orilla.  El que había hablado incluso sacó unos binoculares y comenzó a analizar exhaustivamente la playa. “De una vez”

Yo lo miré y no le dije nada.  No hacía falta.  Me sujeté las correas al bulto que llevaba colgado y salté al agua sin esperar más.  El agua estaba helada, tal como lo debía estar, pero no me detuve a lamentarlo o a aclimatarme.  De inmediato comencé a nadar hacia la orilla.  No tenía mucho tiempo.  A los pocos segundos escuché que el segundo Caminante saltaba al agua.  Luego el tercero y luego el cuarto.

Nade con tranquilidad.  No valía la pena desesperarse.  Alguna vez había cometido el error de apresurarme en nadar a la orilla y eso solo causó que cuando llegara a la playa estuviese demasiado cansado para seguir caminando.  No, sabía que la clave estaba en ir lento, pero seguro.  Llegar a la orilla con fuerzas y aliento para seguir mi camino apenas tocara la tierra. 

Por suerte esa noche no había mucha corriente.  Pude nadar sin mayor problema hasta la orilla.  Apenas llegué caminé unos metros por la arena hasta estar lejos de las olas.  Respiré profundamente varias veces para poder recuperar en algo mi aliento.  Luego me arrodillé y de inmediato saqué de mi bulto un par de zapatillas de lona, las cuales estaban dentro de una bolsa de plástico que las había mantenido secas.  Dentro de cada zapatilla había una media.  Luego saqué una toalla pequeña, la cual estaba en otra bolsa de plástico dentro del bulto.  Me sequé los pies rápidamente y luego me puse las medias y las zapatillas.

Mientras me amarraba la zapatilla derecha pude escuchar cómo el siguiente Caminante llegaba.  Él también llevaba encima un bulto, pero distinto al mío.  Era más grande y desde donde estaba podía ver que él había metido ahí todo lo que necesitaría para la semana.  Eso era un error.  De hecho, era un error de principiante.  Por suerte de los cuatro, los otros dos habían hecho básicamente lo mismo que yo: Traer en su bulto solamente lo que necesitarían para llegar a algún escondite de la ciudad en el que guardaban todo lo demás.  Algún escondite que solo ellos conocían, en el que habían depositado recursos de la última vez que habían venido a Lima.  Y la vez anterior y la vez anterior.  Cada uno de nosotros Caminantes tenía uno de esos refugios.  Uno por lo menos.  Yo, por ejemplo, tenía bastante más que uno.

Me terminé de amarrar la zapatilla izquierda.  Me sequé rápidamente el cuerpo.  Me saqué la ropa de baño y la guardé en la bolsa en la que había traído las zapatillas.  Metí la bolsa en el bulto.  Luego saqué la siguiente bolsa, en la que guardaba una camiseta sencilla, ropa interior y un pantalón de buzo.  Me los puse.  No me protegería completamente del frío que hacía esa noche.  Pero me ayudaría a llegar a mi refugio más cercano.

Antes de sacar la última bolsa, les di un vistazo a los demás.  Cada uno de los demás Caminantes estaba en lo suyo.  Cada uno se estaba preparando para adentrarse en la ciudad a su propia manera.  Por lo pronto, los remeros alejaban su bote sin esperar a asegurarse que nosotros estuviésemos bien.

De la última bolsa saqué una cuchilla de caza en su estuche, el cual me colgué a la cintura.  Luego me paré y miré a mi alrededor una última vez antes de salir de ahí.  No me despedí de los demás.  Quizás no los volviese a ver. 

Comencé a caminar a lo largo de la playa hasta llegar a una subida que me sacaría de la Costa Verde y me permitiría ingresar al distrito de Miraflores.  Rumbo a uno de mis refugios.

Requiem por LimaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora