Después de las excesivas muestras de afecto que le dio Marita en presencia de José, su marido (“Aguanta, chochera. Este culito es mío, eh…”), Arturo salió con información actualizada de quién se había casado o juntado y quién divorciado o sido adornado en el barrio, cómo sus tíos preguntaban por él renegando de la creída de Rosa ( “Seguro que si vas por allá matan un chancho”, comentó José), en fin, hasta sacarle el compromiso de ir por allá al día siguiente, domingo. Arturo dijo que iría encantado.

–Y si puedes, lleva al primo de Rosa –dijo Marita–. Apuesto que es tan guapo como ella. Tengo hermanas menores, ¿recuerdas?

–Ahhh… no creo que pueda. Sus padres han venido a visitarlo.

–Bueno, será en otra ocasión.

Ya en la calle Arturo se sintió más libre. Estaba harto de amores complicados, como los que había conocido con los Ulvia. Deseaba algo más básico, más limpio, algo como lo que tenían Marita y José. Salir más, bailar mucho, ser como era antes. Un trasero cimbreante fue a distraerlo de estos pensamientos (¿ahora él estaba viendo visiones?): pero no, no era Carla. Se le parecía sólo por esa forma de moverse como ruca, que tanto había conocido cuando estaba aquella haciendo sus pininos como aspirante a vedette. En esos días (en realidad hacía un par de años) Carla se metía en todo, y con todos los que podrían ayudarla a lograr su sueño. Pero al final no pasó de bailarina en un programa a punto de ser cancelado luego de que se le frustara un ampay que había planeado con un futbolista. Meses después ya se decía que había empezado a prostituirse como varias de sus colegas. Y también a aspirar cocaína. A Arturo le daba un poco de pena, pues se había estado consolando del abandono de Rosa con ella un tiempo, siendo así cómo se conocieron Benjamín y ella. Luego Arturo pasó a estar con Benjamín, y choteó a Carla poniendo varias excusas. En realidad, Carla no parecía demasiado despechada: siguió con su carrera en otro canal, y sólo unos meses antes reapareció en su vida cuando se encontraron por “casualidad” en un concierto. Quizás Carla había averiguado que Benjamín venía de una familia rica y pensara aprovecharse; en todo caso ella lo negó hasta la muerte. Una tarde llegó al departamento y exigió ver a Benjamín: Arturo no entendió. Y fue la revelación de que habían venido saliendo un par de meses, y que ella estaba embarazada: “Es tuyo, Benji. Es tuyo”, decía. Y que necesitaba ayuda pues no podía afrontarlo sola, sin familia, sin amigos. “Ven a mi departamento, allí nos podemos acomodar”. Benjamín estaba en shock. Arturo respondió por él: “No te preocupes, Carla –le dijo–. Ve a tu casa. Yo veré que este señorito te cumpla”. Logró calmarla y que se marchara. Cuando se quedaron solos, Arturo recibió la llorosa confesión de Benjamín. Pero Arturo no estaba molesto por su “gatito” sino por la perra de Carla. La conocía y no le creía nada de lo que decía. Pasaron unos días y entonces recibieron los resultados de unos análisis de embarazo y una carta de Carla exigiendo que Benjamín le cumpliera, y también insinuando que sabía lo que pasaba entre él y Arturo. Eso terminó de destruir los nervios de Benjamín, y entonces Arturo le propuso lo que tenían que hacer para no ser separados. Esa noche visitaron a Carla en su casa.

Arturo ahora pensaba que debió dejar que Carla se saliera con la suya. Benjamín se hubiera ido con ella unas semanas, la familia Ulvia en Arequipa se habría enterado, Carla hubiera pedido dinero para dejar tranquilo al pequeño Benja y hacer una pequeña visita a un doctor especializado, y todo listo. Benjamín se mudaría aparte y Arturo haría su vida con alguien más fiel y menos pusilánime. Bien dicen que el amor te vuelve idiota.

Arturo reemprendió su camino, mirando distraídamente la gente que iba y venía, hasta que su atención se detuvo en una tienda de electrodomésticos usados que exhibía en su vidriera varios televisores viejos restaurados. Un partido de fútbol había comenzado y se puso a verlo. Entonces, reflejada en la vidriera vio otro rostro conocido de su pasado. No era José, no era Marita, no era Rosa ni Rocío, Sofía, Adriana, alguna de las varias chicas que deseaba ver de nuevo, o alguien de su familia en San Eusebio, sino un rostro más reciente. Pero él no era Benjamín y no flaquearía, aunque mucho tuviera que esforzarse para que su voz sonara firme y serena. Se volteó y dijo como esa noche hace unos meses:

–Hola, Carla.

Hola, CarlaWhere stories live. Discover now