Las sustancias fosforadas que son el ingrediente principal de los raticidas no son de efecto muy rápido. Una persona (y hay muchas que lo hacen) que trata de suicidarse de esa manera demora horas en lograrlo, tiempo suficiente para ser salvados por sus familias. Por ello es común que escojan hostales anónimos o casas vacías para asegurarse de no recibir auxilio. Lo peor es el dolor, el sentir la garganta y el vientre como quemados de ácido, para luego desmayarse y poco a poco morir: no es una muerte tranquila como la de los barbitúricos. Sin embargo Benjamín había exagerado: había vaciado cinco sobres, pero había tenido suerte, si buena o mala es otra cosa. Por su lado Arturo la pasó mal en la comisaría tratando de explicar la forma en que lo había encontrado, qué relación tenía con él, y cómo había llegado tan providencialmente. Cuando entendieron que no había nada más qué preguntarle, lo dejaron irse indicándole a qué hospital habían llevado a su compañero. Sin embargo Arturo lo postergó para el día siguiente: necesitaba descansar.

La mañana de ese sábado Arturo se levantó tarde. Trató de encontrar a Benjamín acostado a su lado, pero entonces recordó que estaba en el hospital. Y también la razón, y se sintió mareado. Pero tenía que sobreponerse e ir. Se preparó algo rápido para desayunar, se vistió y salió a la calle iluminada por un sol radiante, llena de gente yendo a trabajar o de paseo. Al tomar la combi para el centro recordó de pronto que esta vez no se había fijado cómo habían amanecido los gorriones de la ventana del departamento. Se encogió de hombros y se hundió en los pensamientos que lo habían acompañado al acostarse la noche anterior. Sabía qué debía decir, sólo esperaba que Benjamín ya estuviera conciente.

Para Arturo los hospitales eran lugares desagradables por la vecindad del dolor y de la muerte, una sensación que se le impregnaba como el olor del cloro. Al llegar a la recepción Arturo encontró a varias personas que como él venían a visitar a algún enfermo, incluida una mujer histérica que exigía que le dejaran pasar a ver a su marido. Lloriqueaba mientras un par de jóvenes le agarraban de los brazos: “Mamá está con él –le decían–: no te necesita”.

–Arturo –oyó que le llamaban a sus espaldas.

Al voltearse una cara conocida de su adolescencia se le presentó. Llevaba un poco de fruta en una bolsa: manzanas y peras.

–¿José? –le reconoció Arturo–. ¡Cuánto tiempo! ¿Qué haces acá? ¿Tu mamá está enferma?

–¿Mi mamá? –se sorprendió su amigo– No, hermano. Estoy por mi esposa y mi hijo. Anoche nació.

Arturo no pudo evitar sorprenderse:

–¡Noooo! ¿Eres padre? ¿Cómo pasó?

–Como siempre pasa. Tú no te enteras de nada desde que te mudaste del barrio con tu enamorada. ¿Y cómo está Rosa?

–En Italia desde hace dos años y medio.

José se abochornó un poco, y trató de disculparse:

–Ah, bueno, disculpa, yo no sabía.

–No, descuida… Le había salido una gran oportunidad de trabajo. ¿Cómo podía retenerla si era lo que siempre había soñado? Viajar, conocer el mundo… El tiempo que estuvimos juntos lo disfrutamos mucho, y nadie te quita lo bailado.

–¿Eso quiere decir que estás viviendo solo?

Arturo recordó a Benjamín:

–No. Me acompaña su primo que vino a estudiar acá. Llegó cuando aún estaba ella y pues… me ayuda con el alquiler y a cuidar el departamento. Es un pata tranquilo… aunque creo que ahora volverá con su familia.

–Ah, ya veo… ¿Y a quién vienes a visitar tú?

–A un amigo del trabajo que se accidentó –mintió Arturo. Deseaba no tocar el asunto de Benjamín, mientras meditaba la manera cómo esos rostros del pasado venían a reencontrarlo justo en ese momento. Rosa, la chica con la que había estado tanto tiempo, de la cual hacía mucho no se acordaba, y con la que había pensado casarse y tener hijos. Y ahora este José, el gordito vecino de su cuadra en San Eusebio donde se había criado… él sí casado y papá en estreno. Mirándolo bien, el matrimonio lo había asentado: se veía muy confiado, muy maduro–. ¿Y quién es tu mujer? –le preguntó.

–Marita, la que trabajaba para don Cosme.

Arturo recordaba a Marita: pequeña, esbelta y muy simpática: una princesa del arenal. Recordaba algo más: un precioso lunar junto a su pezón izquierdo y la forma en que temblaba cuando la acariciaban, y cómo siempre apartaba su mano cuando él quería llegar más allá.

–¡Noooo! –exclamó– ¡Perro con suerte!

–Sabía que pondrías esa cara. Pero tú la dejaste. Y cuando te fuiste, pues… ya entiendes.

En realidad por alguna razón se sentía feliz por José y por Marita. Y también por Rosa en Italia. Y por Rocío, Sofía, Adriana y las otras chicas con quienes había compartido esos años de su primera juventud, las que le habían abierto a veces su corazón, a veces sus cuerpos, a veces ambos. Se había desligado mucho de ese mundo, llevado por Rosa a ambientes más sofisticados pero también (y eso le parecía claro ahora) más fríos. Y después se había ido reduciendo su mundo más y más en la medida que se encerraba en su amor por Benjamín, saludando sólo por cortesía a los vecinos de su edificio de los que apenas recordaba sus apellidos rimbombantes, con ocasionales salidas de fin de semana con sus compañeros del trabajo. Pero allá en San Eusebio tenía tíos y primas a los que no había visitado desde que se fue peleado hace tantos años. Y amigos también que estaba seguro lo recibirían con varias cajas de cerveza.

–¿Sabes, José? Dame el número de la habitación donde estarás y daré una vuelta más rato para saludar a tu señora.

Hola, CarlaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora