La tarde se le hizo larga a Arturo, pero ligera. Estaba de inmejorable humor, casi silbando mientras hacía su trabajo. Era viernes y se notaba; aunque había comenzado gris y con pésimo pronóstico, las nubes se habían ido y el sol brillaba que daba gusto.

Y llegó la hora de irse. Ya unos compañeros estaban hablando de salir a juerguear por allí, y Arturo se disculpó diciéndoles que ya tenía un compromiso, declaración que desembocó en la esperada chacota : “Ah, ya. Tienes novia y no invitas… Buena, varón, otro día quedamos con ella más”. Arturo sólo sonrió, imaginando la cara de tarados que pondrían cuando les dijera, y la de su familia y el resto de la gente. Pero no hoy:

–Hasta mañana, se portan, eh.

Como el día, la noche pronosticaba cosas buenas: “La primavera” –se dijo Arturo– “pero acá no hay auténtica primavera, sólo es una forma en que llamamos a esta época más templada entre septiembre y diciembre pero que aún no es verano… Pero igual se siente bien”. Ni siquiera el minibús atestado que lo llevaría al lugar de su cita lo desanimó: estaba contento.

Sin embargo… cuando pasaba mirando distraídamente por la ventanilla una hilera de restaurantes, cabinas y hostales en la Avenida Risso, lo vió: era Benjamín que salía de una tienda y caminaba en dirección contraria al paradero, doblando una calle menos transitada. ¿O se equivocaba? Aguzó la vista mientras el minibús demoraba en la esquina: la misma chompa con que se fue a la Universidad en la mañana, su mochila y en la cabeza la gorra que le había regalado en su cumpleaños. No había duda, pero ¿a dónde iba?

–¡Baja, baja! –gritó.

¿Habría olvidado su cita con él? ¿Estaría buscando a alguien? Arturo tomó su celular sin perder de vista a Benjamín, que definitivamente caminaba con la seguridad de ir a algún sitio, pero no a la Plaza Valdivia. Llamó y sólo le respondió la grabación de los celulares apagados. “¡Qué raro!”, pensó Arturo y comenzó a seguirlo de lejos…

Benjamín entró a un hostal, fue como si le metieran corriente a Arturo: “¿Qué significa esto?”, pensó, sin decidirse a acercarse. Vio una ventana iluminarse en el segundo piso, como atontado, sin saber qué hacer sino volver a llamar a Benjamín: nada, y nada otra vez.

¿Estaría mal, es que ahora a él le tocaba ver “cosas” y estaba allí como idiota persiguiendo a quién sabe quién mientras su Benjamín lo esperaba para ir al cine? Tenía que estar seguro, así que entró al hostal y en la recepción le preguntó a la señorita si su amigo Benjamín Ulvia se había registrado.

–Ahh, aquel joven alto y simpático, claro –dijo la recepcionista–. Déme su nombre para aunciarlo, por favor.

–Arturo Amaya.

–Espere –respondió la chica, mientras tomaba el teléfono y marcaba el anexo de la habitación de Benjamín. Arturo pudo ver: 22.

Pasaron unos segundos.

–¡Qué extraño! –dijo–. No contesta.

–Estará acompañado –dijo Arturo, simulando indiferencia.

–Nada que ver, llegó solo… y nadie más ha subido.

Arturo, entonces, se decidió:

–Déjelo, subiré a verle, me está esperando –dijo Arturo.

Y sin hacer caso de la negativa de la chica irrumpió por las escaleras, mientras detrás de él se formaba un revuelo al llamar la recepcionista al cuartelero. Arturo no hizo caso, apurado llegó al pasillo donde a cada lado se sucedían las puertas numeradas, y llamó a la número 22. Nadie contestó. Cuando llegó el cuartelero, molesto por la intromisión, le dijo:

–Es mi amigo, quedamos para hacer un trabajo de la Universidad.

–¿Ah sí? –contestó el cuartelero–. ¿No podía esperar, señor? Para eso están los anexos.

–Pero si no contesta.

–Por algo será.

–Tampoco responde cuando le toco… Quizás le pasó algo.

El cuartelero tocó la puerta:

–Deje ver… Señor Ulvia, tiene visitas… Señor Ulvia.

Silencio.

–¡Qué extraño! –dijo el cuartelero y sacó sus llaves– Ahora veremos.

Cuando se abrió la puerta encontraron a Benjamín en el suelo convulsionando en medio de su vómito. En el velador una botella de gaseosa de limón y varios sobres vacíos de veneno para ratas.

–¡Carajo! –gritó el cuartelero– ¡No salga de aquí, voy a llamar a emergencias!

Arturo sentía vértigo, sin saber qué hacer sino agarrarse de la pared para no caerse. Del primer piso se oía el revuelo en la recepción, y más al fondo del pasillo un par de puertas que se abrían curiosas. Benjamín seguía retorciéndose, y Arturo se le acercó para sentarlo. Y entonces vio la carta encima de la cama, como un gorrión muerto. Casi fue sin pensarlo: el rumor de los otros cuartos se acercaba y Arturo tomó la carta y la escondió en su bolsillo.

Hola, CarlaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora