40.

7.8K 1K 149
                                    

Lian

Ana y yo no nos detuvimos cuando llegamos a casa, fuimos directamente a nuestra habitación y nada más caer en la cama comencé a embestirla. Los disfraces habían quedado desperdigados por todo el camino que recorrimos, lo que era muestra de nuestra desesperación. Irnos de esa fiesta había sido la mejor idea, aunque tuviese que pasar por la desesperante espera para que Ana pudiera llevar a su mejor amiga a casa.

—Lian —gimió con desespero.

Su interior, húmedo y cálido, me tenía embelesado. Ana era hermosa normalmente, pero en el sexo alcanzaba el mayor punto de su perfección. Había tenido sexo con las más experimentadas cortesanas, pero con ninguna podía sentir más placer. Ana era inexperta, pero muy apasionada y entregada. Además, era solo mía, nadie en este mundo ni en todos los que existieran podrían darle lo que yo.

Lo que debía ser una aberración de la naturaleza se había convertido en mi mejor regalo. ¿Cómo podía ser un defecto el solo ser compatible con una persona? Esto nos hacía únicos.

—Lian —gimió—. Lian.

—Déjate ir —susurré—. Déjate ir, mi pequeña reina.

Ana clavó sus uñas en mi espalda. Aquello habría significado la muerte para cualquier otra mujer, pero con ella solo quería tener la espalda llena de cicatrices. Estas cicatrices me hacían suyo, mi piel estaba en sus manos, bajo sus uñas, y mi simiente estaría vertido en su interior. Nuestro hijo se anidaría cómodamente allí y todo estaría bien.

Esta pequeña terrícola era toda mi tranquilidad. En ella confiaba mi futuro, solo el mío. Los demás podían irse al demonio mientras yo no la perdiera.

—Debes descansar, mi amor —le dije al recostarme a su lado—. Hemos tenido un día horrible.

—Para mí no fue horrible —murmuró—. ¿Por qué dices que fue horrible?

—Porque bailaste con esos patéticos...

—Lian, ¿por qué les dices patéticos a los estudiantes? —preguntó sin rastro de sueño en la voz.

«Maldición», pensé exasperado.

—Porque sigo molesto, Ana —respondí.

No era toda la verdad, pero al menos no era mentira. Poco a poco tenía que decirle la verdad, en pequeñas dosis, puesto que decirle todo de golpe haría que quisiera huir, que creyera que estaba loco. No podía siquiera mostrarle la verdad porque simplemente se desintegraría de inmediato al estar tan cerca de mí o sus ojos se quemarían al verlo. Tuve demasiada suerte de que ella me descubriera justo al regresar y no antes.

Pude haberla perdido por mi maldita estupidez.

—No deberías, no hice nada malo, así como tú no hacías nada malo al hablar con esa mujer, ¿no es así?

Sonreí de manera sardónica sin que ella se diera cuenta.

—Hablar no es lo mismo que ponerse a bailar. No quieras voltear las cosas, Ana.

—No quiero voltearlas, tan solo...

Ana bostezó y cerró los ojos. Estaba rendida, ni siquiera podía pronunciar bien las palabras.

—Descansa. —Deposité un suave beso en su cabeza y me dispuse a dormir también.

Estaba a punto de obtener mi merecido descanso, cuando sentí una molesta vibración en mi nuca. Maldito chip, lo detestaba a pesar de ser yo su creador.

Intenté ignorarlo, pero a los pocos segundos volvió a vibrar. Ese era Cody para hablarme sobre alguna maldita tontería, estaba seguro.

Con cuidado me levanté y caminé hacia el jardín de la casa, en un ángulo en donde Ana no me pudiera ver si es que se despertaba. Al girar el anillo, aparecí en mi habitación, en la cual estaba mi madre, mi hermano y Cody, todos en pijama. Afuera se escuchaban gritos enloquecidos.

—Son los sureños. Pretenden incendiar el palacio en venganza por sus muertos, hijo —me informó mi madre—. Incendiaste su ciudad, te advertimos que traería consecuencias.

—¿Qué hacen en mi maldito cuarto? —les grité.

—¡¿Te importa más eso que nuestra seguridad?! —exclamó ella con exasperación.

—¿Te quieres ir al calabozo acaso? —Me acerqué a ella y esta bajó la cabeza con sumisión.

—Perdóname, hijo.

—De la manera correcta —corregí.

—Perdóneme, mi señor —rogó arrodillada y besó mi mano.

—Ponte de pie, madre —le dije, un poco más calmado.

La ayudé a levantarse, pero ella todavía estaba atemorizada. Adriel mantenía la mirada en el suelo, pero apretaba tan fuerte los dientes que sabía que estaba furioso.

—¿Qué vamos a hacer, su majestad? —inquirió Cody—. Nuestros guardias intentan hacer todo lo que pueden.

—Bien, quiero irme a la cama rápido, así que voy a resolver esto. Ahora largo de aquí, quiero que los guardias se retiren de la zona y se resguarden en palacio.

Los tres parecían no estar de acuerdo con mi orden, pero la acataron de inmediato. Una vez que me dejaron a solas, fui hacia la terraza y me asomé por el balcón. La gente bramaba enfurecida, llevaba antorchas e intentaba prenderle fuego al primer piso del palacio.

—Son unos idiotas. —Me reí—. Mi palacio no se puede incendiar, pero ciertas cosas sí.

Luego de ver que mis guardias ingresaban al palacio, con toda la calma del mundo me dirigí hacia mi vestidor, el cual era solo uno de los muchos que tenía. Aquí solía solo guardar mi ropa más casual, pero también mis secretos, esos a los que nadie tenía acceso aunque se pudiera entrar a mi habitación.

—Con esta será suficiente —murmuré al ver mi preciosa esfera negra.

Esta cosa podía aniquilar a cualquier cosa viva que se encontrara a cincuenta metros a la redonda. No era explosiva, pero sus gases eran tan nocivos que la muerte sobrevenía en menos de dos minutos.

—Espero que me dejen dormir con esto, estoy harto de estos sureños.

La gente gritó mucho más cuando me vieron de nuevo. Desde donde estaba se veían como hormigas, esas que había en la Tierra y que eran molestas.

No anuncié nada, no proclamé mi poder, estaba demasiado cansado para tal cosa, tan solo lancé aquella esfera y me quedé contemplando como todos convulsionaban. Incluso podía ver la espuma que salía de sus bocas mientras se retorcían.

—Eso les pasa por no dejarme dormir —dije bostezando y regresé a mi baño para lavar mis manos. Era poco probable alguna fuga, pero si iba a tocar a Ana, no podía arriesgarla.

Regresé a mi nueva casa como si nada hubiese pasado. Me recibió la tranquilidad de la noche terrestre y el suave viento que corría. No sentía ni el más mínimo cargo de conciencia por lo que había hecho, tan solo esperaba que limpiaran todo para cuando regresara.

Al entrar a la casa, todo seguía tan normal como siempre. Ana también dormía profundamente y casi no se había movido.

—¿Lian? —me preguntó cuando me acosté a su lado.

—Vuelve a dormir, mi pequeña reina, tan solo he ido al baño.

—No lo has hecho —susurró y yo fruncí el ceño.

—¿Qué?

—Saliste, Lian, saliste de aquí y me di cuenta. ¿Qué está pasando?

—Ana...

—¿Qué sucede?

—No es algo que pueda contarte, no aún. Por favor, ten paciencia. No me vas a creer hasta que pueda mostrártelo, y no puedo mostrártelo.

—¿Por qué?

—Porque correría riesgo tu vida —le confesé y ella jadeó—. Eso es lo único que tienes que saber por ahora. 

POSESIVODonde viven las historias. Descúbrelo ahora