8.

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Ana

Cuando abrí los ojos en la mañana de mi cumpleaños, me sentí algo distinta. Era una sensación incómoda y extraña que no conseguía explicar, pero también estaba emocionada, pues Leila y yo acordamos escapar después de la escuela para poder ir a escuchar tocar a su novio en el bar en el que trabajaba. Ella tenía una identificación falsa con la que podía entrar a todos esos lugares y, aunque me pareció algo irresponsable, pensé que era lo más genial que hubiese visto.

Haría pasar una gran angustia a mis padres, lo sabía de sobra, pero no quería dejar pasar mi cumpleaños. Necesitaba rebelarme, hacer algo que recordara para siempre con una sonrisa.

Mamá y papá entraron a mi habitación con un bonito pastel en las manos y cantándome la canción de feliz cumpleaños. Yo sonreí y me dejé envolver por ese amor que los tres nos teníamos. Dejé de pensar en mi inminente escape y acepté de buena gana sus mimos y el desayuno delicioso que me habían preparado.

—Parece que fue ayer cuando te tuve en mis brazos por primera vez —dijo mamá con tono nostálgico—. Y ahora eres una hermosa...

—Sigue siendo una niña —dijo papá—. Los dieciocho años...

—Bueno, soy mayor de edad ahora —lo interrumpí—. Puedo tomar algunas decisiones.

—No si sigues estudiando y viviendo en esta casa —replicó él, lo que hizo que mamá lo mirara enojada.

—Cosa que no pasará por el momento. Ana seguirá en sus estudios y...

—Por supuesto —asentí—. Quiero terminar el colegio y estudiar en la universidad.

—Eso es lo correcto, hija. —Papá me sonrió—. Eso queremos para ti.

—Mejor no hablemos de carreras universitarias —dijo mamá—. Mejor hablemos de la fiesta.

—¿Qué fiesta? —pregunté extrañada.

—La familia vendrá esta noche, hija —me contestó ella—. Así que no hagas planes.

—Pero...

—No hagas planes —repitió con tono serio, pero luego recuperó su sonrisa y me acarició la cabeza—. Te queremos, pequeña, queremos celebrar este día.

—¿Por qué con la familia? Ellos nunca me han hecho demasiado caso. —Fruncí el ceño.

Mis padres compartieron una larga mirada entre ellos, pero yo no hice intento alguno de preguntar. No me lo dirían.

—Claro que no, ellos te quieren —rebatió papá.

—¿Sí? Darme un par de regalos no es quererme. Ni siquiera recuerdo haber cruzado más de dos palabras con mis tíos o primos.

Era verdad. En cada reunión familiar ellos también me ignoraban. No es que no me vieran, pero siempre parecían olvidarse de mi existencia, incluso había tíos que pensaban que yo era un niño y terminaba recibiendo regalos que no me gustaban.

—Bueno, es que siempre has sido tímida —dijo mi madre—.  Pero eso...

—¿Por qué no celebramos los tres como siempre? —sugerí—. No me apetece ver a familia con la que no convivo.

Mis padres sonrieron de una forma extraña, como si hubieran estado esperando a que yo propusiera tal cosa. Aquello me extrañó demasiado, así que lo pensé mejor.

—De acuerdo, tal vez sea mejor la reunión. ¿Qué puede pasar?

—Pero acabas de decir...

—No, mamá, tal vez deba darles una oportunidad —respondí—. ¿Por qué no?

POSESIVODonde viven las historias. Descúbrelo ahora