9.

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Ana

La mejor reacción que tuve ante aquellas breves palabras fue huir despavorida de él antes de que siquiera me tomara por el brazo. Podía ser algo estúpido, pero no me podía culpar y creía que jamás me sentiría estúpida por esto.

—¡Señorita Fuentes! —me llamó cuando estaba escaleras abajo. De pronto ya lo tenía frente a mí, bloqueándome la salida—. ¿Le pasa algo?

Tan solo me quedé callada, incapaz de pronunciar palabra alguna. Con los demás era demasiado fácil contestar algo, pero con él no me sentía capaz de hacerlo. Mi capacidad para emitir palabras no estaba bloqueada, sin embargo, tenía miedo.

¿Qué demonios pasaba que no podía salir de esta extraña pesadilla? Esto era una completa locura.

—Ana...

—¿Cómo sabe mi nombre? —pregunté.

En ese momento sentí que algo dentro de mí se quebró y otra oleada de pánico me enfrió el cuerpo. El profesor Nightingale se quedó callado, analizando su respuesta, lo cual me hizo temer que me diría alguna mentira.

—Eres mi alumna —respondió simplemente, pero su tono más grave me confirmó que me mentía, esa no era la razón.

—Necesito volver a clases, profesor —dije sin mirarlo a los ojos.

—De acuerdo, te acompañaré de regreso al aula.

Intentó tocarme, pero yo subí un escalón más y negué con la cabeza.

—No, no, no se preocupe, puedo ir sola.

Hice otro intento de irme y, por suerte, no me detuvo. Para cuando salí por aquella puerta sentí que me estaba asfixiando. Estaba mucho peor de lo que estaba cuando subí a la azotea.

—¿Qué fue eso? —musité—. ¿Qué demonios fue eso?

Incapaz de volver a clase, decidí pasarme de verdad por la enfermería. La enfermera se levantó de su asiento y me miró con preocupación al entrar. A diferencia de los demás, este contacto no me alteró demasiado, puesto que yo nunca había venido aquí.

—Solo necesito una de las camas —murmuré y ella asintió.

—Claro, claro, descansa, cariño.

Una vez que estuve acostada en la cama, me quedé mirando al techo. Mi corazón no dejaba de latir a toda prisa y mi mente funcionaba de una manera muy extraña. Entre más trataba de olvidarme de ese encuentro, más llegaba a mi mente. Él me había hablado, a mí, no me había ignorado.

Odiaba no tener mi celular conmigo en este momento. Tendría que pedirlo en cuanto tuviera la oportunidad. Yo ya era mayor de edad y tenía derecho a tener mi celular de regreso. Los castigos solo aplicaban a los niños y menores, o eso era lo que sabía. Todavía tendrían que respetar las reglas de la casa, y yo no estaba en contra de aquello, pero ya me había ganado el derecho a comunicarme con quien yo quisiera.

Y necesitaba con urgencia comunicarme con Leila. Ella era la única persona que hacía que me olvidara un poco de aquel profesor, quien me había afectado más que nadie.

Cerré los ojos y me concentré en los sonidos del ventilador de techo, el cual lanzaba un aire agradable hacia mi cama. Habría sido mejor que me cerrara las cortinas, pero no me sentía capaz de moverme para moverlas yo misma. Debía parecer medianamente enferma para que me permitieran estar aquí.

—Profesor Nightingale, hola —saludó la enfermera y yo abrí los ojos de inmediato.

—Vengo a ver a una alumna, estoy preocupado —dijo.

POSESIVODonde viven las historias. Descúbrelo ahora