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Sam abrió los ojos después de un sueño poco reparador. Por impulso se llevó una mano a su vientre pues la sensación de vacío ahí estaba. Suspiró perdiendo la atención en el dosel de la cama, ese que nunca consiguió sacar de la que era su habitación. Sus ojos se anegaron, se giró e hizo ovillo rodeando su estómago.

Hacía unos meses nunca hubiese imaginado estar en una situación similar, siquiera cercana. Amaba a Kylian, pero le tenía tanto rencor también y no por el chantaje, que en sí era lo delicado, sino por ser tan malditamente obstinado y ciego, por evadir los sentimientos que ella sabía que tenía.

Se limpió el rostro, trémula. Ya no estaba su bebé, ya no estaba él, las mentiras estaban siendo descubiertas, las cosas caerían en su lugar, pero temía lo que eso implicaba. Lo necesitaba lejos y lo necesitaba cerca también, se sentía hecha un manojo de contradicciones, de sentimientos.

La realidad es que añoraba tenerlo a su lado, que la arropara con su grande cuerpo, que perdiera la nariz en su melena y le dijera que todo iría bien. Pero eso no pasaría, es más, no debía pasar por ahora, porque si Kylian hacía las cosas bien en esta ocasión, tenía bien claro lo que ocurriría y su parte racional sabía que era lo mejor.

Por la mañana le llegó un ramo de peonias rosadas. Su madre estaba con ella desayunando en su habitación. No había querido salir de ahí, tan solo se había dado un baño y de nuevo recorrió como un autómata el camino a su cama. No recordaba haberse sentido sin nada de energía circulando por su cuerpo jamás.

—Son muy bellas —susurró Madelene observando el exquisito arreglo que la mucama había dejado sobre la mesa de noche de Sam. Estaba amarrado tan solo con un papel de seda color crudo y un lazo de yute: rustico, sencillo e íntimo, no había pretensión en aquel obsequio, sino dulzura. La joven asintió inexpresiva, aunque con un dolor profundo en el pecho. Su madre rodeó una de su manos con firmeza—. ¿Has hablado con él? —preguntó cauta.

Sam se encogió de hombros en respuesta, lucía pálida, desaliñada, triste.

—No tengo mucha hambre —susurró observando la bandeja que estaba llena de las cosas que solían gustarle, cambiando de tema.

—Debes comer, mi amor, por lo menos la fruta —pidió sin perder detalle de su expresión. Apenas si había visto el arreglo.

—Quiero dormir, ma —murmuró pretendiendo acomodarse, pero Madelene lo evitó tomándola por el codo.

—Come, Samy, luego duermes o quizá podemos dar una vuelta al jardín, tomar un poco de sol.

—Hace frío —replicó como una pequeña. La mujer ladeó el rostro, estudiándola. Samantha fue todo un torbellino, un huracán, pero jamás una niña mimada, al contrario, era independiente hasta un grado desconcertante y en ese momento parecía lo contrario.

—¿No quieres leer la tarjeta? —preguntó fingiendo dejar el asunto tomando un trozo de mango con el tenedor con gesto casual, desinteresado, para luego tendérselo sin buscar su mirada. Su hija lo agarró distraída, perdiendo su atención en el ramo, se lo metió a la boca y masticó despacio. Madelene sonrió complacida.

—Luego lo haré —respondió al fin, tomando otro trozo con desgano.

—¿Quieres hablar de lo que ocurrió? —indagó serena, más tranquila por verla ingerir. La joven negó.

—Necesito tiempo, él también —se escuchó decir sin entender por qué.

Madelene asintió sin cuestionar más, aunque hervía de dudas.

Cuando Sam estuvo sola, se acurrucó con toda la intención de dormir. La noche anterior él le había mandado otro mensaje para saber cómo se encontraba, al que solo respondió con un «bien».

Solo para mí.  Serie Streoss I •BOSTON•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora