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Decidió que debía darse una ducha, una larga si era posible para poder enfrentar por lo menos ese día limpia. Pero cuando pensaba subir, su padre venía bajando, con un periódico en la mano. No había ido al golf, notó la joven, nerviosa.

El hombre sonrió al encontrar en el rellano de las escaleras a las dos mujeres más importantes de su vida. Siempre que las observaba su pecho se hinchaba. Amaba a sus hijos por igual, eran todos unos chicos maravillosos, no perfectos, porque tampoco nunca pretendió eso de ninguno, pero sí personas de bien, trabajadoras, con metas, sueños, determinados y listos para vivir su vida, se sentía orgulloso de cada uno. Pero ese par de mujeres eran una debilidad, no podía evitarlo.

—¿Hay reunión de chicas hoy también? —curioseó Londo, con ligereza. Pero algo en la expresión de Mady lo alertó, la conocía desde que ella tenía veinte años, él cinco más, nunca fue difícil descifrarla, era ingenuidad y transparencia en su estado más puro. Eso fue de las primeras cosas que lo atrajo, además de ese cabello y mirada dual: picardía tras la dulzura.

Arrugó la frente, inspeccionó el rostro de Samantha, lucía algo pálida, a pesar de haber ido a correr y lo húmeda que se le veía.

—¿Qué pasa? —preguntó directamente, acercándose. Su hija pestañeo nerviosa, eso era raro. Madelene parecía pasar por todos los sentimientos a la vez, no lograba identificar lo que su rostro de ángel quería decirle: tristeza, frustración, impotencia, dolor, miedo...

Su mujer respiró hondo, luego envolvió el brazo de su marido, tensa.

—Creo que debemos ir a la sala, ¿les parece? —propuso serena, o intentándolo porque Londo la conocía bien y supo que algo grave estaba pasando. Él evaluó a su pequeña, intrigado, ésta asintió obediente. Arqueó una ceja y buscó la mirada de Mady. La mujer palmeó su bíceps, tranquilizándolo, pero logró lo contrario.

Samantha se sentó en uno de los sofás para tres personas, con las manos entre las piernas.

—¿Qué pasa? —preguntó de nuevo Londo, sentándose junto a su mujer en el loveseat.

—Mi amor... —susurró Madelene, tranquila.

Sabía que debía estar ahí, no podría estar en ningún otro lugar, conocía a su hombre, esto lo tomaría por sorpresa y sinceramente no tenía idea de cómo reaccionaría de inicio, aunque después estaba segura de que lo respetaría, así era él.

Samantha alzó el rostro, sonrió apenas, con las mejillas enrojecidas, mordiéndose una y otra vez los labios.

—Esto se parece mucho a cuando sacaste el auto de tu madre sin permiso y lo destrozaste de un lateral. O cuando te escapaste del campamento en quinto. O cuando llenaste de perros callejeros el jardín. Así que dispara, quiero escuchar qué cosa hizo mi huracán, puedo con ello —aseguró.

—Yo, bueno, no se trata de nada malo, pa...

—Eso tampoco lo era, cielo, solo cosas que haces desde que recuerdo —replicó guiñándole un ojo, intentando aligerar la tensión que palpaba en el ambiente. Sam sonrió al fin, este le respondió el gesto—. Ahora, suéltalo.

La joven pasó saliva, respiró hondo y despacio, desenterró una de sus manos, esas que enjaulaba entre sus piernas y la alzó con el dorso viendo hacia él. Londo tardó un poco en percatarse, pero cuando lo hizo abrió sus ojos grises de forma desmesurada.

Madelene rodeó su mano con fuerza, esperando. Samantha apenas si podía mantener la respiración regular, mientras su padre mantenía una expresión congelada. Por un momento temió que algo le ocurriera, que le provocara otro problema de salud. Esperó tensa, con ácido subiendo por el esófago.

Solo para mí.  Serie Streoss I •BOSTON•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora