7. Cruce de caminos (1)

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Capítulo 7

Cruce de caminos



Una estela de polvillo se levantó del asfalto. El acechador flexionó sus patas traseras, tomó un potente impulso y se lanzó. Sus ojos, dos orbes negros colmados de rabia, eligieron a su presa y su cuerpo empezó a caer en picada hacia ella. La velocidad de la caída ejerció una resistencia aerodinámica tal que agitó los pocos harapos de tela que colgaban del asechador, lo último que conservaba de su vida pasada.

Fue ese sonido gutural, agudo y estirado que emergió de su feroz mandíbula, lo único que alerto a Samantha en esos últimos segundos. Segundos que parecieron transcurrir como una eternidad mientras contemplaba, con su último aliento, cómo la hilera de dientes se acrecentaba y las garras se encorvaban, buscándole a ella.

Pequeño y casi imperceptible, una lucesita escarlata brilló de repente, centelleando como una estrella lejana, y posicionándose encima del ojo izquierdo del asechador.

Samantha pudo verla solo por un instante. Ni siquiera por un segundo. Ya que lo siguiente que percibió fue un estruendo contundente a la distancia, perseguido por el zumbido agudo y seco de la bala partiendo el aire en su trayectoria, culminando con un vacío que se abrió de repente, producto de un perfecto agujero que perforó el ojo del asechador.

La lucesita volvió a la vista de Samantha. Ella contempló con un suspiro ahogado como aquella criatura volvía a ponerse de pie, buscándolos de nuevo, y siendo recibido por un nuevo disparo a la distancia que terminó por perforarle el último ojo hábil.

Franco alabó en sus adentros la impresionante habilidad demostrada de la francotiradora. Conocía la fama inmortal de los acechadores, y tener la frialdad mental de enceguecer a uno, estando en movimiento y desde una distancia considerable. Ni los mejores de su viejo escuadrón militar eran capaces de algo así. El talento que tenía era digno de una medalla de honor.

Finalmente, Urso embistió el portón encarando su trayectoria hacia la ciudad. Samantha, por su parte, acercó el reloj a su boca y habló.

*****

Anna... ¡Gracias, amiga! —Escuchó la muchacha desde su reloj táctico—. ¡Eres la mejor! ¡La puta-madre mejor tiradora de todas! ¡Nos vamos a la nación! ¡Llega a salvo, por favor!

Anna Ocampo sonrió mientras su mandíbula se movía de un lado a otro masticando un chicle que ya había perdido sabor desde hace mucho. Juntó sus pertenencias, se colgó su rifle al hombro, y echó un último vistazo hacia abajo desde la cima de la torre de agua en la que se encontraba asentada.

Su trabajo allí había terminado.

Secó el sudor de su frente y empezó a bajar por la escalera. Ella era una chica que rondaba los veintiséis, con una bella piel morena y un corte despeinado, pero estilizado, que le otorgaba un aspecto desafiante y atractiva, a partes iguales. Llevaba algunos de sus mechones teñidos de un rojo oscuro que se escondían entre su color negro natural y que rebotaban con cada escalón que descendía.

Llevaba unos pantalones ajustados de un elegante rojo óxido, que contrastaban a la perfección con sus botas desgastadas. La camisa que vestía era ajustada, pero cómoda y resaltaba su figura atlética. La hebilla brillante de su cinturón acentuaba la cintura y completaba su atuendo.

Sus botas golpearon el pavimento del suelo de la terraza al sopesar el último escalón. Obvió meterse al edificio, bordeó la terraza, pasó entremedio de un tender viejo y desgastado, y cruzó al edificio contiguo atravesando por un puente improvisado con tablones y reforzado con chapas gruesas. Hizo lo mismo con el siguiente, hasta llegar a unas escaleras de emergencia con un pañuelo rojo atado en el borde de su pasamanos que le indicaba el paso a seguir para iniciar un nuevo y veloz descenso.

Zeta: El señor de los Zombis (Reboot)Where stories live. Discover now