2. Punto letal (1)

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Capítulo 2

Punto letal



—¡Ah! ¡Carajo!

Poco tiempo tuvo para reaccionar. La motocicleta perdió estabilidad, velocidad y control, y al mismo tiempo, dentro de él emergió una punzada potente de pavor.

Todo lo siguiente sucedió en un mismo segundo: la rueda trasera perdió adherencia de repente; la velocidad del vehículo tuvo una tendencia a disminuir y a bambolearse de un lado a otro. Sin poder hacer mucho, el manubrio se torció, la moto avanzó sin piedad y se topó con su primer obstáculo.

Era un cartel vial compuesto por dos postes y una enorme placa de metal en medio. Que no sería un problema de no ser porque parecía haber sufrido un siniestro en algún momento de su vida útil y la chapa se había curvado, dejando el filo inferior en una peligrosa postura horizontal.

El conductor tuvo que tomar una drástica decisión en ese momento, y a través del cristal polarizado de su casco, el azul de sus ojos, rememoró un recuerdo en particular que le había dicho su mentor meses atrás:

«¡Jamás saltes de la motocicleta si quieres vivir! Si puedes esquivar... ¡Hazlo!».

Y en ese mismo segundo su cuerpo se movió por instinto y echó el peso de su cuerpo hacia un lado. Su casco amortiguó el golpe contundente del filo de la chapa, luego, la rueda se bamboleó una vez más al llevarse por delante el borde de la vereda; y en consecuencia, sintió como todo el peso de la inercia le rebasó y lo llevó a él, y a su vehículo, a salir disparados hacia delante.

Sintió una súbita adrenalina recorriendo su interior y almacenándose en sus pulmones. Su cuerpo se suspendió en el aire, y por más fuerza que realizó, sus manos se desprendieron del manubrio y la motocicleta se le escapó sin control.

La caída fue estrepitosa.

La moto atravesó una verja y la tumbó, mientras que él, en cambio, aterrizó en otro punto del alambrado que no llegó a ceder y fue un alivio para su caída.

Aturdido, mareado y con mucho esfuerzo, logró arrastrarse hacia la vereda para recomponerse. Sentía su casco como si tuviese la cabeza metida en el centro de un volcán en erupción, así que se lo quitó y lo dejó enganchado en una de las correas horizontales de la mochila viajera que traía puesta.

La claridad de una tarde que empezaba a extinguirse le saludó.

Mientras se quitaba una gorra de lana olivácea y mal colocada de la cabeza, para estrujarle toda la transpiración que había albergado en las últimas horas de viaje, buscó la procedencia de su motocicleta.

Parecía haberse pegado un buen porrazo: la rueda trasera continuaba girando en falso con algún tipo de plástico negro atorado a ella y la carrocería se hallaba invertida, fundiéndose sobre la maya de la verja. Eso no era nada bueno...

Y por dos razones.

La primera, esa reluciente motocicleta estilo chopera, era su único medio de transporte. La segunda, y sin duda alguna la más urgente, se trataba de la inmensa horda de monstruos que se habían alertado con esa caída.

El terror llegó a su mirada cuando hizo contacto visual con uno de ellos, y el pavor se materializó en el interior de su cuerpo como un voltaje de electricidad cuando aquel ser echó un brutal alarido al aire.

No lo pensó dos veces, se ajustó la gorra de lana a la cabeza y se abalanzó hacia la moto.

Un alarido activaba otro, como si se tratase de una manada de lobos, aullando y comunicándose entre ellos que la prisión metálica que les cortaba el paso, finalmente había sido abierta...

Y con un trofeo de carne de metro noventa, incluido.

Al llegar, detuvo el giro de la rueda y le quitó aquel envoltorio de plástico que llevaba adherido. Pensar que unas simples bolsas de basura, en un mal momento y en un mal lugar, podían resultar una posible causa de muerte por estampida de zombis.

Mientras intentaba volver a colocar el vehículo en su posición habitual, podía sentir el temblor del suelo, anunciando que su tiempo en este mundo, si no actuaba con prudencia y agilidad, podría terminar en los próximos segundos.

La adrenalina le envió un impulso de fuerza a sus brazos para lograr desterrar el vehículo de la zona del alambrado. El sonido de las zancadas de centenares de infectados se intensificaron al fusionarse con el griterío exacerbado que lanzaban sus gargantas.

Él ni siquiera se atrevió a mirar hacia atrás, se montó en el vehículo, y cuando sintió el minúsculo contacto de la palma de uno de los monstruos con su espalda, la motocicleta rugió y se alejó a toda velocidad.

Los monstruos habían perdido una valiosa oportunidad, pero ninguno tenía la intención de bajar los brazos. Algunos de ellos, frustrados y cegados por la ira, echaron a correr para perseguir al muchacho; otros tantos perdieron el equilibrio en la carrera y se quedaron por el camino; pero solo unos pocos, muy particulares, impulsados por su más feroz instinto cazador, empezaron a rebasar a todos los demás a una velocidad impresionante.

Su piel amarronada, desprovista de pelos, abrasado por el viento de la velocidad; sus afilados colmillos, embarrados por la sangre de viejas víctimas, y sus hocicos, que además de armas letales, se comunicaban entre ellos, con feroces ladridos, que ya tenían una nueva presa a la vista.

*****

Aguantó la respiración, se levantó de la cama con cuidado, evitando que los resortes que siempre resonaban esta vez no lo hiciesen. El primer ruido había sido lo bastante fuerte cómo para obligarlo a equiparse con su arma, pero fue con el segundo, contundente y pesado, que se armó de valor para abrir la puerta de una sacudida y apuntar la pistola al frente.

La luz de la caravana estaba apagada; sin embargo, había pocas cosas allí que podían relucir tanto como el acero de la boca de una pistola que, no por azar, se alineaba justo en dirección a su cabeza.

Junior permaneció petrificado y con la mirada clavada en la silueta de una persona que se hallaba reposando su cadera sobre la mesada de la cocina. Era una silueta llamativa, curvilínea, de caderas anchas y cabello largo: una chica.

Una chica que, mientras seguía apuntándole, terminaba de zamparse el restante de la sopa que Junior había preparado. Cuando terminó dejó la cacerola dónde la había encontrado sin hacer ruido y volvió su mirada hacia el joven.

¿Una ladrona?

—¡Hey! —susurró ella, utilizando una tonalidad relajada. No la veía bien entre la oscuridad, pero hasta podía intuir que estaba sonriendo—. Lamento el desorden... ¿Podrías encender la luz? Creo que sería mejor para ambos.

Él no respondió al instante, pero consideró pertinente estirar su brazo hacia atrás y presionar el interruptor de la habitación. El interior no era tan amplio, así que con eso bastaba para que la estela se colase por la puerta e iluminara el pasillo y una buena fracción de la sala.

Dos esferas color esmeralda, sutilmente escondidas detrás de unos flecos negros suaves y lacios, le apuntaron en una mirada penetrante que se sostuvo durante unos segundos. 

Zeta: El señor de los Zombis (Reboot)Where stories live. Discover now