THIAGO
Huir de Barcelona era una necesidad que pedía a gritos. Necesitaba salir de mi bucle; ni los psicólogos, ni las terapias habían conseguido llenar mi vacío, un jodido malestar por su culpa. Me había arrebatado algo que era mío, me robó mi puta infancia, desapareció lo mejor de mi vida. Nunca pude ser feliz. Tenía que fingir a diario una falsa sonrisa con mi familia para que mi entorno tuviera paz; fingí no recordar bien lo que había ocurrido aquel día, eso era una verdad mía y solo mía. Me sentía muy solo y jodido. ¿Por qué todo tenía que ser así?
Me expulsaron de mi antiguo instituto por meterme en mil y una peleas, pero tardaron en echarme porque era buen estudiante y yo solo terminaba las peleas, peleas totalmente injustas (bullying, acoso o agresión de cualquier tipo). La gente era basura, solamente buscaban defectos para hacer que las personas se sintieran como una mierda y eso yo no lo toleraba, era superior a mí. Mis manos actuaban solas, defendía todas las causas perdidas y la última pelea fue el detonante para que mi familia tomara la decisión de marcharnos. Durante todo el curso era repetitivo que los pijos del instituto ningunearan a David, un chico con kilos de más. Era el hazmerreír del grupito. David era buena gente, un tío sencillo y con bondad, justo esa era su debilidad; ensimismado por sus complejos, pero compañero hasta de los gilipollas. Se reían de él por sus limitados movimientos a causa de su sobrepeso. Solo faltaban diez días para terminar el curso y los pijos decidieron ponerle en ridículo en un acto en el patio. David siempre vestía con pantalones de chándal anchos y camisetas un poco ajustadas para su contextura; quizás su familia no podía permitirse el lujo de comprarse ropa cuando quisiera y eso no justificaba que la gente se burlara de las carencias de los demás, como hicieron en varias ocasiones. Pues justo cuando David tenía que llevar al centro del patio una ofrenda en la Segunda Pascua, Jordi, el típico chulo prepotente con complejo de superioridad, le bajó los pantalones enredándolos en sus piernas al dar un paso, dejando a David en pelotas y cayendo de frente con la ofrenda en las manos.
Aquello fue más fuerte que yo y la sangre detonó al Thiago bestia y desahogué mi furia en el repeinado Jordi. Le di de ostias hasta que nos separaron. Él no dio un puto golpe, todos se los di yo. Lo único que me salvó fueron las cámaras de seguridad. Todo ocurrió tan rápido que nadie vio confabular al grupo, pero las salvajadas adolescentes obligaron al centro a instalar en cada esquina cámaras para observar a los vándalos, a los camellos, y hasta los mismísimos pijos que no pudieron esconder sus mierdas aquel día. Todos fuimos expulsados y ni el mismísimo Jordi, sobrino del alcalde, pudo evitar aquella expulsión.
Por su parte, la directora abogó en mi defensa porque actué por una buena causa, a pesar de que el padre de Jordi no opinó lo mismo al ver los destrozos en la cara de su hijo, justificando que aquello fue una chiquillada de su hijo y una salvajada por mi parte. «Sí, hombre, chiquillada con diecisiete años y pelos en los huevos, ¡no te jode!» Quiso poner una denuncia, pero las pruebas delataban a su inocente vástago y sus secuaces, así que no le quedó más remedio que callarse y cambiar a su pollo emperifollado de instituto. David me agradeció mil veces mi defensa, pero yo no buscaba eso. No me gustaba pelear, pero el maltrato y el bullying lo llevaba fatal. Conmigo nadie se metía, no me conocían bien y siempre fui un acertijo en cualquier centro por los que pasé. En pocos meses yo tendría mayoría de edad, partirle la cara a alguien me llevaría directamente al trullo, así que tenía que cambiar...
Con ocho años me apuntaron a defensa personal, un curso intensivo que me enseñó técnicas para impedir una agresión, a defenderme de la lacra de la sociedad que humillaba sin razón. Con el paso de los años practiqué kick boxing con el único objetivo de que nunca me cogieran desprevenido; entrené muchos estilos hasta perfeccionar todas las técnicas de defensa para utilizarlas en caso de necesitarlas, porque, lamentablemente, sabía que algún día lo iba a necesitar para partirle la cara a cualquier maltratador.
La recomendación para el nuevo centro solo la obtuve por mi expediente académico. El hecho de no mencionar mi última pelea me permitió el acceso fuera de tiempo.
Al llegar allí estaba un poco nervioso con el nuevo instituto. Quería conseguir, al fin, un sitio en el que pudiera vivir una vida tranquila y con sentido y conocer gente que no supiera nada de mi desgraciado pasado. Aquello se moriría en Barcelona.
Salí a dar una vuelta con el skate y mis cascos para ver un poco la ciudad. Vivía justo en frente del paseo marítimo de La Coruña, nos habíamos instalado hacía diez días en un ático frente al mar. Me parecía muy bonita esta ciudad y no había mejor manera para conocerla que haciendo algo que me gustara: deslizarme en cuatro ruedas era mi medio de transporte. Me apasionaba surfear, enfundarme en el neopreno y perderme en el mar. Vivir frente a aquella playa revuelta fue la mejor opción que escogió el meu avi, siempre tan preciso en hacerme feliz.
Después de un buen rato paseando decidí sentarme en un banco. Estaba cansado y quería observar un poco a la gente. Me gustaba observar a las personas e imaginarme cómo eran sus vidas. Con la vista perdida en el mar embravecido, miraba el romper de las olas. Me recordó flashes de mi pasado, golpes de mar que rememoraban aquella noche, esa que por cojones iba a olvidar para lograr ser alguien. «Una vida nueva Thiago», fueron las palabras de mi iaia. Sí, una vida que empezaría de cero por mi bien y por el de mi familia.
Miré a todos los que paseaban por aquella zona; a pocos metros de mí pasó una pareja con dos niños pequeños patinando, dos chicas haciendo running, un tío paseando un gato, «joder, esto nunca lo había visto». ¿Quién coño sacaba a pasear un gato? Pues aunque sonara extraño, lo estaba viendo: era un persa gris, con una fina cadena cogida por su dueño, vestido extravagantemente elegante. La gente con pasta se aburre. En ese momento se le cruzaron tres chavales haciendo parkour saltando de barandilla en barandilla, sorteando al millonario y a su gato. Una pareja de ancianos cogidos de la mano... Hasta que mis ojos se conectaron con una chica joven como de mi edad, alta, que caminaba concentrada buscando a alguien, al tiempo que recogía su larga cabellera castaña en un moño; vestida de forma sencilla como me gustaba, con unos vaqueros ceñidos desteñidos y una sudadera gris. Llevaba unos cascos puestos en los que me fijé cuando recogía su cabello; tenía una mirada de preocupación, como nerviosa, quizás triste. Irremediablemente mis ojos no se pudieron apartar de ella y observé a dónde se dirigía. ¿Qué estaría pensando? ¿Por qué estaría así? Me pregunté mil cosas, aunque a ninguna pude darle respuesta.
En ese momento un chico rubio más alto que ella se bajó de una Yamaha YZF y se le acercó. Llevaba el casco en el brazo. Por cómo iba vestido pude deducir que tendría pasta, CH hasta en los zapatos, «puto pijo». A lo mejor eran amigos, porque como pareja no pegaban ni con loctite. Se fundieron en un abrazo, ella rodeando su torso y él, que era más alto que ella, rodeó su cuello. Parecía una reconciliación. Se separaron un poco y, cuando él la miró, le plantó un beso al que ella correspondió con ganas. Y la volvió a abrazar. Algo dentro de mí se movió. ¿Cómo algunos podían tener tanta suerte en la vida y que yo fuese una puta mierda con todo? Caminaron largo rato abrazados; hablaban, pero no lograba escuchar. Yo guardaba cierta distancia. Se fotografiaron, se besaron, y, por alguna razón, los seguí en silencio. No sé qué buscaba con esa persecución. ¿Curiosidad? ¿Curiosidad de seguir a esa pareja? «Estás puto majara, Thiago».
Después de su idílico encuentro, el pijo se despidió dejando a la chica con semblante triste nuevamente. Ella tomó rumbo por donde había venido. Yo me puse los cascos a todo volumen, me levanté y me moví rápidamente con el skate; me puse la capucha y le dí un leve empujón. ¿Por qué? No lo sé, pero un día de estos a lo mejor me la volvería a encontrar y quizás tendría la valentía de hablarle. Otro tropiezo sería la excusa perfecta para acercarme... «Joder, Thiago, ni que fuera una película».
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Llega la dinamita de esta historia.
Con Thiago en escena cualquier cosa puede ocurrir.
De aquí en adelante no garantizo que podáis parar.
:(: